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Poca capacidad para la pausa, poco espacio para lo que excede lo estrictamente narrativo. El director lo hace como fresco social, ya lo decíamos, como retrato de un país que se cae a pedazos, Argentina, pero no acumula en peso específico, en capas de lectura, de emoción o, incluso, de la misma desintegració

Columnistas
Diario El Mercurio, Domingo 24 de agosto de 2014

Una bronca que no alcanza a ser verdaderamente existencial

“Relatos salvajes” es un fresco demoledor de una sociedad que ha obligado a cada individuo arreglárselas por sí mismo..."




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En una sociedad donde la información corre tan rápido es muy posible que cuando usted lea este texto, ya habrá escuchado hablar mucho de “Relatos salvajes”, la película del argentino Damián Szifrón estrenada el jueves recién pasado. Y posiblemente habrá escuchado que es genial, que tiene mucho humor negro, que es divertidísima, que participó en la competencia oficial de Cannes... Incluso podría llegar a escuchar que es la mejor película del año. No hay que exagerar. En parte porque ver una película con tantas expectativas casi siempre termina por desinflar la experiencia y, en parte, porque la cinta funciona en muchos planos, pero no sé si en todos.

“Relatos salvajes”, como anuncia de alguna manera su título, no está compuesta por una sola historia, sino por seis distintas. Entre ellas no hay relaciones de orden cronológico o espacial, pero sí una continuidad de estilo y tono. Todas son tramas cuidadosamente urdidas, más o menos brutales, con un humor negro que llama simultáneamente a la risa y al nervio, y resueltas finalmente por giros veloces e inesperados. También comparten un montaje ágil, preciso y funcional, que privilegia la entrega de información y la fluidez del relato, donde las continuas elipsis son utilizadas como síntesis y acelerador, lo que requiere un espectador atento y bastante activo. Aquí hay muchas ideas y mucha creatividad y hay que reconocer que Szifrón podría haber intentado, con varias de estas historias, un largometraje autónomo; sin embargo, también tuvo la lucidez de ver cada idea en su justa dimensión, de entender que en un formato más extendido arriesgaban a convertirse simplemente en chistes largos. Los relatos, por cierto, también están unidos por el malestar y la bronca que exudan. Abusos, resentimientos, corrupción y engaños son parte esencial de su lógica y la suma de las partes termina por dibujar un panorama brutal de la Argentina actual, donde ni ricos ni pobres, ni hombres ni mujeres, ni empleados ni patrones poseen estructura moral o se salvan de la ley de la selva que rige el plano social. “Relatos salvajes” es un fresco demoledor de una sociedad que ha obligado a cada individuo arreglárselas por sí mismo, con nulo resguardo institucional.

Szifrón fue uno de los creadores y directores de la estupenda serie “Los simuladores”. Su formación televisiva es evidente, al menos en esta película (no he visto sus dos largometrajes anteriores). Así como tiene un gran pulso narrativo y la certeza de ir al grano, también denota poca capacidad para la pausa, poco espacio para lo que excede lo estrictamente narrativo. Demandado por el formato o la necesidad de sus situaciones, prefiere narrar de la manera más estrictamente eficiente, como un buen discípulo de Spielberg. Esto, que no es necesariamente un defecto, produce algunos problemas. Uno es que “Relatos salvajes” se siente como una especie de montaña rusa, que no da pausa ni se detiene, no muy lejos de un blockbuster tradicional de la industria estadounidense. Dos, hay poco espacio para los personajes, lo que también tiene que ver, por supuesto, con la estructura episódica de la cinta. Esto causa el efecto de que parecen, muchas veces, sacados de un cómic, de una caricatura, incluso de un dibujo animado. Tres, la cinta acumula poco. Lo hace como fresco social, ya lo decíamos, como retrato de un país que se cae a pedazos, pero no acumula en peso específico, en capas de lectura, de emoción o, incluso, de la misma desintegración. “Relatos salvajes” es una película simpática, brillante incluso, pero no una que te despierte o sacuda. Su bronca no alcanza a ser verdaderamente existencial. 

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