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QUE ALGO NO SEA REAL NO SIGNIFICA QUE SEA MENTIRA

La orfandad de Cenicienta
por Rafael Gumucio
Diario El Mercurio, Revista de Libros,
Domingo 9 de Enero de 2011http://diario.elmercurio.com/2011/01/09/al_revista_de_libros/revista_de_libros/noticias/08099FEB-34BF-4468-9ECE-EA1EAA7B4C22.htm?id={08099FEB-34BF-4468-9ECE-EA1EAA7B4C22}
 
 
"Las mentiras de la literatura
se vuelven verdades a través de nosotros,
los lectores transformados,
contaminados de anhelos
y, por culpa de la ficción,
en permanente entredicho
con la mediocre realidad",
dice Mario Vargas Llosa
en su entusiasta discurso
de aceptación del premio Nobel.
 
Una frase que repite dos lugares comunes
que no por socorridos son menos falsos:
la ficción no tiene nada que ver con la mentira,
y la realidad, si algo así existe,
es cualquier cosa, menos mediocre.
 
Eso último lo hemos aprendido
los lectores del mismo Vargas Llosa,
capaz como pocos de bucear
detrás de la capa de grisalla
de la Lima de la dictadura de Odría,
para reconocer en ellas
unas pasiones y unos horrores
que no tienen nada de mediocres.
 
El gris de la realidad es el resultado
de la mezcla de demasiados colores intensos.
 
La gran tradición realista
-a la que pertenece Vargas Llosa-
basa su poder en saber
separar los colores de esa mezcla.
 
La imaginación no enaltece la banalidad de nuestra vida
sino que intenta acotarla, hacerla humana.
 
Traduce a signos lo que es accidente,
responde preguntas que nadie nos hace.
 
Soñamos mucho más veces que caemos
que lo que soñamos que volamos.
 
Los sueños, como la ficción,
no son menos reales que
la silla o la mesa en que me siento.
 
No son, por de pronto, tampoco más reales que ellos.
 
Sólo pertenecen a otro orden de la realidad,
ese que las novelas justamente
intentan restituir como parte del todo.
 
Por más atractivo y provocador
que pueda parecer mezclarlas,
la ficción no tiene
nada que ver con la mentira.
 
Que algo no sea real no significa que sea mentira.
 
Madame Bovary no tiene partida de nacimiento
ni certificado de defunción,
Don Quijote nunca fue Alonso Quijano,
pero eso no convierte a Flaubert o Cervantes en mentirosos.
 
Para que haya mentira debe asistirnos
la voluntad evidente de engañar al interlocutor.
 
En la ficción esa voluntad no existe.
 
El que lee sabe tal como el que escribe
a qué atenerse al comienzo del juego.
 
Las reglas de este juego las entiende
mi hija de tres años tanto más que yo,
Vargas Llosa o el luminoso crítico literario, James Wood.
 
A mi hija no le importa que Cenicienta
tenga las vacunas al día y carnet de identidad.
 
No se pregunta ni en broma
si los zapatos de cristal
son cómodos para bailar.
 
Entiende, sin demorarse en explicárselo,
que Cenicienta vive alrededor de un castillo inventado,
ni más ni menos real que su pieza, sólo real de otra forma.
 
Nadie la engaña, para ella el Viejo Pascuero existe
cuando le entrega regalos, pero no deja de saber
que son sus padres también los que le compran esos juguetes.
 
Los cuentos que le cuento son para mi hija
la forma de absorber, molida y en papilla,
la realidad que de un solo bloque sería intragable.
 
Así también aprendió a caminar, a comer,
a hablar, zigzagueante y cuidadosa,
con la humildad de quien sabe
que casi todo a su alrededor es un misterio.
 
Mi hija, como los que escribieron la Biblia,
sabe que el mundo no se creó en siete días,
pero sabe que esa metáfora es algo más que una mentira,
que en ella reside una forma misma de la verdad.
 
Su ingenuidad es cualquier cosa menos ingenua.
 
Cree y no cree, no pregunta que es verdad
porque sabe que algunas cosas
son verdad en la noche cuando se va a dormir
y dejan de serlo en la mañana cuando se despierta.
 
Sabe que los relatos son sólo herramientas.
 
No confunde aún el medio con el fin,
el objeto y su contenido,
el cuento y el que lo cuenta.
 
Su vida llena de fetiches
no esta aún devorada
por el fetichismo que de adultos
inevitablemente nos asalta.
 
Uno de esos fetiches
es justamente la verdad de los hechos,
las cifras, los datos, tan útiles
cuando son tratados como útiles,
tan nocivos cuando reemplazan
a los dioses o las hadas
en los que no sabemos ya creer.
 
Porque si algo une
todas las intolerancias contemporáneas
-la islámica, la cristiana, la comunista o la neoliberal-
es su incapacidad de creer los cuentos
como aún los cree mi hija: parcial y totalmente.
 
El que cree a pie juntillas
en Alá y las vírgenes en el paraíso
sufre del mismo mal que Christopher Hitchens
y su majadera guerra personal contra Dios
(uno de los narcisismos mayores).
 
Apurados los dos, necesitan antes del cuento la moraleja.
 
Asustados por la noche,
necesitan la seguridad
de que los buenos siempre ganan,
o que las brujas malvadas no existen.
 
Son presos de esa incapacidad
tan contemporánea
de leer la realidad entre líneas,
en los márgenes,
la contraportada y las solapas
porque todo es parte del libro,
incluida la distancia imposible
de fijar entre nuestros ojos,
nuestros cuerpos y los prados,
los bosques o los incendios
de los que habla el libro
que leemos en la micro.
 
Necesitados de finales felices,
de resultados evidentes,
leemos de manera literal las leyendas
y de maneras legendarias las encuestas.
 
Creemos sólo en lo que vemos,
pero ya no vemos ni siquiera
lo que estamos viendo.
 
No sabemos creer,
por lo que tampoco sabemos ya dudar.

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