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Ciudades del futuro por Norman Foster*

Revista Qué Pasa, 4 de febrero de 2011http://www.quepasa.cl/magazine/articulo/print.html?id=5041
 
Con emblemáticas obras en su currículum y levantando una ciudad 100%
sustentable en el desierto de Abu Dabi, el arquitecto Norman Foster
sabe de lo que habla. En este texto escribe, con tono de urgencia,
cómo las urbes deben adaptarse a los tiempos. Propone edificios que
generen energía para el entorno y que el tráfico de automóviles se
maneje tal como hoy se hace con los aviones en el espacio aéreo.
 
Alguien dijo una vez de mí que si me hacían una pregunta, yo respondía
con un dibujo. Por eso, aquí propongo el bosquejo de un hada madrina
con su bola de cristal para ver el futuro y una varita mágica para
hacer aparecer lo imposible. Antes de empezar a usar poderes
sobrenaturales, hay pasos importantes que podemos dar por nuestra
cuenta. Comencemos con las realidades obvias.
 
Vivimos en un planeta que tiene cada vez menos cosas que ofrecer, en
una época en la que cada vez más personas, muchas todavía por nacer,
van a querer cada vez más. La capacidad de la Tierra para proporcionar
alimentos, agua y combustible está disminuyendo. Al mismo tiempo, la
población de las economías emergentes, en especial China e India, está
disparándose. Y todo ello, además, se produce en un periodo de cambio
climático. Con perspectivas deprimentes para el futuro…
En épocas anteriores, la migración de los pobres de las zonas rurales
hacia las ciudades en las que estaban los ricos urbanos fue cuestión
de siglos. Hoy, ese mismo proceso de urbanización puede medirse en
decenios. La velocidad del cambio se ha multiplicado por diez y se ha
agregado la desesperada sensación de urgencia.
En una ocasión dije que la sostenibilidad no era cuestión de modas
sino de supervivencia. En ese contexto, hay muchas preguntas que
reclaman atención. ¿Está usted convencido, después de ver las pruebas,
de que hay un cambio climático, o es usted escéptico? ¿Alcanzarán las
reservas de petróleo su nivel máximo pronto o tardarán un tiempo? ¿La
fuente futura de energía será el gas natural, la energía nuclear, la
geotérmica, el viento, las mareas o las células solares? ¿Será alguna
otra que todavía no está inventada?
Pese a lo críticos que son éstos y otros aspectos, hay un titular que
destaca por encima de la letra pequeña: la absoluta necesidad de que,
como sociedad, seamos capaces de conseguir más con menos. Nuestros
edificios no sólo deben consumir menos energía, sino producir cero
carbono y cero residuos. Mejor todavía: deberían recoger más energía
de la que necesitan para devolverla a la red eléctrica y beneficiar a
todos.
 
Entonces, si nuestra hada madrina agitara su varita mágica y
transformase todos nuestros hogares y oficinas en esos modelos de
sostenibilidad, ¿se acabarían nuestros problemas? Por desgracia, no.
En una sociedad industrializada, los edificios consumen cerca del 45%
de la energía, cifra que sube al 75% cuando se añaden los movimientos
de personas y bienes entre unos destinos y otros. Por eso, la
respuesta para un futuro sostenible está en la fusión entre
arquitectura e infraestructura, entendiendo por esto último una
combinación de carreteras, espacios cívicos, transporte público y
estructuras varias que constituyen el entramado urbano y unen unos
edificios con otros. En su variante más densamente poblada, esta
mezcla se llama ciudad.
 
Vemos a nuestras ciudades como algo relativamente estático, cuando en
realidad sufrimos las consecuencias de la sigilosa expansión de las
zonas urbanas hacia las afueras. El reto actual es que haya más
urbanización y la energía utilizada sea mucha menos y más limpia.
 
Tendemos a ver nuestras ciudades como algo relativamente estático,
cuando en realidad sufrimos las consecuencias de la sigilosa expansión
de las zonas urbanas hacia las afueras. El reto actual es que haya más
urbanización y la energía utilizada sea mucha menos y más limpia. Ésa
es la única forma de igualar los niveles de vida en todo el planeta.
Recordemos que casi el 40% de la población mundial no posee servicios
sanitarios, el 25% carece de electricidad, el 17%, de agua potable, y
un tercio vive en barriadas.
Propongo tres posibles situaciones -presentadas como preguntas- que es
preciso abordar. La primera está relacionada con el diseño de las
ciudades nuevas que están creándose desde cero. ¿Qué forma deben
adoptar? La segunda perspectiva afecta a nuestras ciudades actuales.
¿Cómo se adaptan a los nuevos desafíos ambientales? Y la tercera
interrogante se refiere a las zonas residenciales de las afueras, las
interminables redes de carreteras y la extensión sin fin de los
barrios poco poblados a los que sirven. ¿Qué futuro tienen?
Ésas son las realidades evidentes. Pero hay otro paso importante, que
nos devuelve a la bola de cristal y su mirada al futuro. Pero mirar
hacia delante requiere antes mirar para atrás.
La historia del automóvil y las redes de carreteras para su
circulación es nueva. Poco más de un siglo, que no es nada. Si
observamos la Tierra de día desde un avión, podremos dividir los
asentamientos urbanos que vemos en dos tipos. El primero es el de las
ciudades densamente pobladas; y el segundo, un dibujo de barrios de
casas bajas, aparentemente infinitos, que se extienden a partir de
ellas. Si investigáramos, seguramente encontraríamos que esas ciudades
son históricas, compactas y procedentes de una época en la que los
espacios cívicos estaban diseñado para el peatón o los vehículos
tirados por caballos. En comparación, los barrios de las afueras son
prácticamente nuevos, creados por y para el automóvil.
 
Cuando se hace de noche, podemos ver los asentamientos que están allá
abajo definidos por dos tipos de luces artificiales. Una luz, la que
procede de los edificios, es estática, mientras que la otra, de los
vehículos, está en movimiento perpetuo, aunque entrecortada en los
centros de las ciudades congestionadas, que hacen hueco como pueden a
los automóviles que han sustituido a los coches de caballos. Más allá
del centro, las caravanas de luces recorren grandes distancias hasta
el siguiente centro urbano. La expansión urbana que une un centro con
otro es la megarregión.
 
Imaginemos que nuestro avión sale de Detroit, cerca de esas carreteras
que, como anillos concéntricos, van extendiéndose desde el centro de
la ciudad hacia los barrios infinitos de casas bajas. Es la esencia de
la ciudad extendida y basada en el auto. Ese mismo día, gracias a una
diferencia horaria de seis horas, llegamos a Copenhague, una típica
versión de la ciudad compacta europea, con casas bajas y un desarrollo
que favorece al peatón, buen transporte público y el uso generalizado
de la bicicleta. Entre ambas, lo más significativo es la comparación
en el uso de la energía: Copenhague tiene el doble de densidad que
Detroit, pero utiliza la décima parte de gasolina.
 
En el gran orden de cosas, las ciudades compactas y densamente
pobladas son mucho más sostenibles que cualquier metrópoli
desparramada, y los datos estadísticos lo demuestran. Pensemos en el
bajísimo consumo de energía de Hong Kong y Mónaco. O en Manhattan, un
ejemplo estadounidense de diseño sostenible, con su pulmón verde en
Central Park, barrios adaptados a los peatones, un escaso número de
vehículos particulares y un excelente sistema de transporte público.
 
En consecuencia, si miramos por el espejo retrovisor, ¿qué hemos
aprendido que podamos aplicar al diseño de las ciudades nuevas para el
futuro? Como los mejores ejemplos históricos, esas ciudades deberían
ofrecer una rica mezcla de espacios para vivir, trabajar y disfrutar
del ocio, con una combinación de intimidad y sentimiento de comunidad.
Se daría gran importancia a los espacios peatonales de calidad, con
los mejores parques y las mejores plazas y avenidas urbanas. Como los
espacios exteriores se utilizarían de día y de noche, la ciudad ideal
no sólo debería ser un lugar deseable, sino también seguro. Los niños
podrían ir al colegio a pie o en medios de transporte públicos limpios
y seguros.
Pero también habría diferencias importantes entre estas nuevas
ciudades y los mejores ejemplos del pasado. Las nuevas ciudades
tendrían espacios debajo de las calles peatonales por los que
transcurriría el tráfico, con el consiguiente desvío de las
congestiones y la contaminación. Esos espacios incluirían, además, una
nueva forma de organizar las alcantarillas y los cables tradicionales,
que hoy discurren enterrados bajo nuestras ciudades. En el esfuerzo
para producir cero carbono y cero residuos, estos últimos se tratarían
para generar energía. Del mismo modo, el agua -una materia cada vez
más valiosa- se reciclaría para regar parques y cosechas. Y cada
edificio haría su propio aporte energético a la comunidad.
Las ciudades compactas y densamente pobladas son mucho más sostenibles
que cualquier metrópoli desparramada. Pensemos en el bajísimo consumo
de energía de Hong Kong. O en Manhattan, un ejemplo estadounidense de
diseño sostenible, con su pulmón verde en Central Park.
 
Podría decirse que la generación actual de edificios, concebida cuando
la eficacia energética no era un problema fundamental, es el
equivalente arquitectónico a los automóviles devoradores de gasolina
que acabaron arruinando Detroit. Al diseñar contando con la naturaleza
y las fuerzas naturales, sería posible alcanzar niveles de comodidad
superiores con un consumo energético menor. Ya se sabe: conseguir más
con menos.
 
Sólo nuestra hada madrina podría predecir qué maravillas científicas
aún no inventadas nos impulsarán hacia el futuro. Seguramente la
iniciativa saldrá de China, que, según muchos, se encamina,
inexorable, a convertirse en una sociedad de la innovación. Por ahora,
las células fotovoltaicas van por delante de todas las demás opciones
a la hora de obtener más por menos. Veamos un ejemplo. Si un terreno
agrícola o bosque se utiliza para cultivar biomasa, producirá el
equivalente a 2 kilovatios por hora durante un año. Las turbinas
eólicas pueden estropear el paisaje para producir un mínimo de 5
kilovatios en la ciudad y un máximo, en el mar, de 30 kilovatios por
hora. En cambio, las células solares, incluso en su estado de
desarrollo incipiente, producen hasta 172 kilovatios por hora.
 
No es extraño, pues, que el ganador de un premio suizo para fomentar
el uso de la energía solar fuera un proyecto que utilizaba una
combinación de células solares y aislamiento: esta vivienda, muy
modesta, conseguía cubrir sus necesidades energéticas y tener, además,
un excedente del 82%.
 
En mi modelo de ciudad futura ideal, hablo de limitar el vehículo a
una zona subterránea. ¿Pero y si el coche se convirtiera en un
vehículo en armonía con los peatones? Imaginemos que pudiera moverse
entre nosotros y transportarnos de manera compatible por los espacios
peatonales, que diera vida a esos espacios y no fuera una amenaza
contra quienes los disfrutan. Empezamos así a aproximarnos a la
respuesta de cómo adaptamos nuestras ciudades actuales para que sean
más deseables y consuman menos energía. Desde luego, aprovechando lo
que ya tienen de bueno. Por ejemplo, nuestro plan para la londinense
Trafalgar Square -que buscaba trasladar la prioridad del auto al
peatón- sólo fue posible gracias a un estudio de los movimientos de
tráfico en el ámbito metropolitano. Londres, como otras ciudades, está
restringiendo el uso de los coches convencionales y fomentando
versiones más limpias.
 
La última pregunta que aún queda es la referida a mi tercera
posibilidad: ¿qué hacemos con los barrios de las afueras? Algunos
siguen diciendo que son la clave de un futuro en expansión y mencionan
el área de la bahía de San Francisco, con su concentración de empresas
como Apple, Google, Hewlett Packard y otras que brotaron del
catalizador presente en la zona: la Universidad de Stanford. Recuerdo
haber dicho una vez que si uno quería ver el futuro, debía fijarse en
China (ahora habría dicho también en India). Con su frenético ritmo de
urbanización, ¿adoptará el modelo sostenible que he defendido? ¿O
seguirá un modelo ya obsoleto de megalópolis dependiente del coche?
 
Imaginemos que Oriente, en pleno progreso, no aprende algunas de las
lecciones de Occidente. Recuerdo como eran Shanghái y Pekín, dominadas
por la bicicleta, e intento conciliar esa imagen con la predicción más
negativa. China, hoy el mayor mercado de coches nuevos, tiene el honor
de haber sufrido el mayor atasco de tráfico de todos los tiempos. Se
calcula que 10.000 camiones estuvieron detenidos durante 11 días en
una distancia de 90 kilómetros. ¿Es un presagio de lo que nos espera?
Creo, en todo caso, que la realidad será otra. China es el país que
más invierte en ferrocarriles de alta velocidad, un auténtico
renacimiento del tren.
 
Con la tecnología existente hoy, que permite saber a cada conductor
cómo ir de un sitio a otro con una pequeña pantalla, no queda mucho
para que los movimientos de los vehículos se regulen como se regula el
tráfico aéreo.
 
Antiguamente, los aviones eran libres de moverse por el cielo a
voluntad. Por razones de seguridad y gracias a los avances de la
tecnología, surgieron leyes que controlan su circulación y las
distancias de separación adecuadas, y todos los pilotos supeditan sus
decisiones a las de una autoridad superior. Es un paso relativamente
pequeño que los autos adopten ese mismo modelo. En esa situación, la
red de carreteras actual podría duplicarse o triplicarse y los
accidentes prácticamente desaparecerían. Los conductores, liberados de
tener que controlar la navegación, la velocidad y la separación de
otros vehículos, disfrutarían de un trayecto sin tensiones. Los
historiadores futuros quizás estudien nuestra época y se pregunten
cómo tolerábamos el tráfico actual, del mismo modo que hoy nos
preguntamos cómo toleraban las ciudades antiguas tener calles que eran
alcantarillas al aire libre.
 
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*Arquitecto inglés. Premio Pritzker 1999.

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