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El Pateo

por Enrique 'Cote' Evans
Crónicas acerca de los años sesenta
escritas en los años ochenta
y publicadas en la Revista Mundo Diners...
 
En una atmósfera tensa,
agravada por el hecho de estar en el living
(en los años sesenta se pololeaba
en una sala de estar a la vista de todos),
la pololita comienza un monólogo,
cuyo texto había preparado
con las compañeras de curso
más íntimas y eventualmente
con la ayuda de las hermanas mayores,
que decía algo parecido a esto:
 
'Felipe (el 'gordo' desaparecía bruscamente),
no sé si se ha dado cuenta
de que algo pasa con nosotros...
Como que ya no es lo mismo de antes, ¿se fija?'
 
Notarán ustedes que la argumentación
era lo suficientemente genérica
para decirlo todo
y no decir nada al mismo tiempo.
 
Salvo aquellos casos
en que el término del pololeo
era violento, fundado
y con rasgos de humillación
para uno y otro lado, los pololos de los 60
tenía entre sus características esenciales
la institución del 'Pateo',
una especie de aterrizaje suave,
de transición, de dejar abierta la puerta,
de separarse por un tiempo,
pero en buena onda.
 
Mal que mal, podían haber sido
dos, tres o cinco años
de pololeo intenso, absorbente,
iniciado en tercer año de humanidades
y proyectándonos al primero o segundo
año de universidad.
 
En fin, demasiado tiempo
como para que todo quedara en nada.
 
Siempre me llamó la atención
esta especie de noviazgo
que los chilenos llamábamos
pololeo allá por los años sesenta.
 
No conozco otro caso en América Latina
donde las jovencitas de trece o catorce años
dejaran de tener amigos
o sintieran cierta infidelidad
por el solo hecho de que otro chiquillo del barrio
las invitara a la matinée o a tomarse
un helado a La Escarcha.
 
Ante esa invitación,
las más de las veces inocente,
la repuesta era casi siempre:
'no puedo, estoy pololeando',
cuestión que hacía sentir ridículo
tanto al invitante como a la invitada.
 
Pero así no más era.
 
Fui testigo de múltiples casos
en que pololeos de cinco años
se desvanecían, dejando
a las partes en absoluta soledad.
 
Se habían aislado tanto del resto del mundo
que al retornar a la soltería,
se daban cuenta, con espanto,
que no tenían amigos,
que el teléfono no sonaba
para proponer un panorama entretenido,
y que los viernes y los sábados en la noche
se hacían eternos para ambos.
 
Por todas estas razones, el 'Pateo'
era un acto delicado, complicado,
de contornos sutiles.
 
Había que manejarse de tal manera,
que el pololo pateado quedara
mitad triste, mitad contento,
con un dejo de esperanza postergada
por uno o dos meses, pero sin el riesgo
que se virara absolutamente.
 
Además, había que estimularlo
a que saliera con otras niñas,
pero no con mucho entusiasmo.
 
Nunca faltaba la buena amiga
que se ofrecía para ayudar al pateado
a recuperar su estabilidad emocional.
 
Normalmente, esos ofrecimientos
tenían segundas intenciones.
 
Muchas veces, no obstante,
los porfiados hechos
volcaban las intenciones.
 
Así, solía ocurrir
que la pololita que había pateado,
porque andaba otro 'buitre' rondando,
se quedaba finalmente sin pan ni pedazo.
 
A su turno, cuando el hombre pateaba,
corría el riesgo de quedarse viendo 'El Fugitivo'
durante varios viernes en la noche.
 
'Felipe, no sé si se ha dado cuenta
que algo pasa entre nosotros...
Como que ya no es lo mismo que antes, ¿se fija?'
 
¿Cuántas veces escuchamos esa frase?

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