Diario Las Últimas Noticias,
Lunes 20 de Agosto de 2012
Me parece que los niños
tienen siempre
gran interés por los espejismos.
Basta una breve explicación
y entienden sin problemas
la naturaleza del fenómeno
y sus alcances dramáticos.
La escena de un hombre
perdido en el desierto,
arrastrándose por la arena
hacia un estanque
que finalmente se extingue,
es una de las primeras imágenes
que nos revelan la vida
en una dimensión angustiosa.
Falsos oasis, palmeras hechas
de vahos candentes, destinos terribles.
Es la síntesis visual del espejismo
lo que lo conecta con el entendimiento infantil.
A los cinco o seis años uno tiene
una gran disposición a aceptar
que haya cosas que no son
lo que parecen ser, de ahí
la relación estrecha entre niños y magos.
A esa edad uno se pasa, por lo demás,
la mayor parte del tiempo mirando
y a veces la realidad se le presenta
casi ralentada, con deformaciones
provocadas por el exceso de nitidez.
Registramos la existencia
con la asiduidad de una máquina perpleja.
Cuando viejos, en cambio,
no miramos nada:
podemos funcionar días enteros
sin dirigir la vista
hacia un objeto específico;
ni siquiera tenemos que fijarnos
en las caras de las personas
con las que tratamos.
Funcionamos, en este sentido,
un poco a la manera de Mr. Magoo,
orientándonos en el mundo
a través de una percepción
que no toma en cuenta los detalles,
sólo el bulto o la sombra de las cosas.
Siempre los juguetes ópticos
encerraban una pequeña maravilla,
la promesa de un deslumbramiento.
Supongo que hoy pasa lo mismo
con los hologramas
o con los juegos de Play Station
en tres dimensiones,
pero lo que yo tengo en la cabeza
son objetos más básicos:
el runrún hecho con un botón o tapa de bebida,
que al girar a gran velocidad
alteraba radicalmente su forma aparente;
el taumatropo, que nos mostraba
por un lado un pájaro
y por el otro una jaula
y luego al girar rápidamente,
el pájaro en cautiverio.
La gente de otra época
nos hablaba de la linterna mágica,
algo giratorio, algo iluminado y profundo
a lo que no teníamos acceso y que nos
producía una inercia de entonación.
Curiosamente las máquinas fotográficas comunes
no nos generaban la menor sensación de misterio,
a diferencia de las "de cajón" que solía haber
en las plazas, quizás simplemente
a causa de que el fotógrafo de plaza
en cierto momento debía ocultar la cabeza
tras unas pequeñas cortinas granates y teatrales.
Hubiéramos querido también saber construir
una cámara oscura con una caja de zapatos:
era abismante la posibilidad de atrapar
el fragmento de un paisaje invertido
a través de un pequeño orificio en el cartón.
A mí me interesan los caleidoscopios
mucho más ahora que en la niñez.
Antes me parecían "no opinables"
y sólo podía relacionar las formas observadas
con las que se producían al frotarse los ojos
luego de exponerlos a la luz.
Lo que hoy me atrae de esos juguetes
es el mandala al fondo del túnel
y su equivalencia con formaciones
cristalográficas del hielo o del agua
que he visto en algún documental de televisión
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