Un enjambre
de minúsculas mosquitas
o polillas diminutas
ejecutan una danza en suspensión
poco antes de que el sol se esconda
tras la ladera sur poniente del cerro Carbón.
No se trata de una coreografía
como la de esas bandadas
compuestas por numerosas de aves
que se desplazan de uno a otro lado,
estirándose y encogiéndose
como un gigantesco acordeón
siguiendo un patrón cambiante
de asombrosa belleza y misterio.
Aquí hay, eso sí,
algo que se les asemeja,
en el sentido que cada individuo
alguna relación mantiene
con sus vecinos inmediatos
vínculo que permite
la permanencia y coherencia
del grupo en medio del aparente
caos de movimientos azarosos.
Lo que uno alcanza a distinguir
es el brillo de sus pequeñas alas traslúcidas
que parecieran la obra
de un malabarista invisible
que logra mantener en el aire
este medio centenar
de minúsculos puntos
brillando al atardecer
y desarrollando una especie
de juego constituido
en verdadera celebración
de la vida en suspensión
por una pequeña eternidad
cuya belleza resplandece
en medio de lo efímero
y cuyo testigo privilegiado
es este advenedizo,
casualmente parado
en el lugar justo
para recuperar la mirada
del niño que fui
en el otro extremo
de esa cuerda estirada
en que se ha desplegado
mi propia vida.
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