Este es el discurso dado por Fernando Paulsen al momento de recibir el Premio Embotelladora Andina. Quisimos compartirlo con nuestros lectores de El Post.
¿Qué se premia cuando se premia una trayectoria? Sin duda, no un artículo en especial, una entrevista en particular, un programa de televisión capaz de crear hábito.
No. La trayectoria es un cúmulo no siempre coherente de las opciones que uno tomó y, sobre todo, de la gente junto a la que se trabajó dentro de esas opciones. La trayectoria periodística implica la creación de un mapa personal del ejercicio de la profesión. Y como todo mapa que se hace por primera vez en territorio previamente desconocido, se va dibujando a medida que se camina. Inevitablemente y cada tanto, en este recorrido, la historia, las ganas, las oportunidades y la suerte colocan al periodista frente a encrucijadas que definirán su futuro y que tomadas así, de una en una, son opciones que marcan tu actividad, tu lenguaje, tus sesgos y que incluye vincularte con decenas de personas, que se meterán en tu vida para siempre, porque estaban ahí, venían con las opciones que escogiste.
Yo he sido profesionalmente mis opciones y la gente que venía con ellas.
Si el año 1973, cuando salí del colegio -sí ese mismo año-, si en 1973 me hubieran puesto ante el desafío de anticipar cuál sería mi camino desde esos 17 años de edad a los 56 de hoy, mi capacidad de errar hubiera sido inmensa.
Yo estudié en el Colegio San Ignacio de Alonso Ovalle, el verdadero. Era bueno para el fútbol y a los 12 años de edad seguí a un amigo de barrio al Estadio Santa Rosa de Las Condes, donde él quería probarse en un deporte que yo nunca había escuchado nombrar, el rugby. Yo quedé en esa prueba y mi amigo no. Ambos deportes a la larga jugarían un papel fundamental e impensado entonces en la profesión que me llevaría hasta acá.
En cuarto medio, como cientos de miles de estudiantes hoy, estaba totalmente confundido sobre qué hacer en el futuro. Y tomé la ruta lógica. Fui a la oficina de mi profesor de historia, el Guatón Jara, que además oficiaba de orientador vocacional del colegio. Me hizo un par de pruebas, qué se yo, decir lo primero que se me ocurriera cuando él decía Mamá o Justicia, anotando algo en un cuaderno que nunca leí. El hecho es que el Guatón Jara, y se lo agradezco infinitamente, hizo una recomendación decisiva: "Fernando, la física es lo tuyo. Cambia al mundo con tu ciencia".
Ah, qué alivio provoca en un cabro de 17 años, con las hormonas y el mundo real en plena agitación, que le disipen una duda tan clave, como qué debes ser cuando grande.
Entré a estudiar Física a la Facultad de Ciencias de la Universidad de Chile al año siguiente y duré un año. Era 1974, año de temor, de preguntas que no se hacían, de compañeros de curso que aparecían y otros que dejaban de ir a clases de improviso, en un marco de silencio o cuchicheos entre los más cercanos. Me enamoré perdidamente de la ciencia, hasta hoy, pero encontré que tenía un ritmo que no calzaba con lo que se necesitaba. En esa época ser físico era convertirse en el profesor que veías adelante o en un investigador que no veías nunca. Di la Prueba de Aptitud Académica de nuevo, para postular a lo otro que me gustaba, el periodismo. No alcancé el suficiente puntaje y entré a mi segunda opción, Geografía, en el Pedagógico de la Universidad de Chile.
Allí conocí a un hombre grande, que se despidió de su clase con los ojos llenos de lágrimas en 1975, diciéndonos que partía a Venezuela a enseñar, porque en Chile se había hecho imposible para él. Pedro Cunill tenía su nombre en el texto base de Geografía de todos los colegios y lloraba en su último día de clases ante 40 alumnos, porque el gobierno de su país lo despreciaba.
A fines del 75 la Universidad Católica abrió cupos para deportistas destacados de su club deportivo -y que no tuvieran una Prueba de Aptitud Académica desastrosa- para que pudieran ingresar a la universidad. El rugby oficia de ganzúa y entro, por fin, a periodismo en el Campus Oriente en 1976. Ahí estoy un año, ya pleno de peligrosas ideas de revistas clandestinas y participando en grupos de reflexión que se miraban muy de cerca y con sospecha, cuando me encuentro con un amigo, Rodrigo Mackenna, mirando un partido de rugby y me hace la pregunta más decidora de mi vida profesional: "Fiti, porque así me llamaban en el rugby, y no voy a decir porqué, ¿todavía seguís bueno para la pelota?" Esa pelota a la que se refería el zurdo Mackenna no era ovalada, era redonda.
En menos de tres semanas estaba en Denton, estado de Texas, cobijado por Rodrigo y su mujer, Leslie Cooper, y jugando fútbol por la Universidad de North Texas, donde terminé periodismo. El año 1979, me trasladé a la Universidad de Texas en Austin, donde hice mi posgrado en Periodismo.
Volví a Chile en 1981 y el segundo llamado que recibí en mi casa ofreciendo trabajo (el primero fue de un editor de la Revista Cosas) fue de Juan Pablo Cárdenas, director de la revista Análisis, que por 20 mil pesos mensuales me ofrecía ser reportero.
Una vez más las opciones golpeaban la puerta, que imagino debieron plantearse decenas de colegas en similares circunstancias durante esos años de Dictadura. ¿Qué hacer? Trabajar en lo que se creía o en lo que convenía. Mantenerse en lo establecido, porque si no, quien llegaba podía ser peor, o reducirse en importancia mediática y realizar aquello que era necesario o de lo que se estaba convencido. Yo no estaba tan convencido entonces, pero creía que no había posibilidad de periodismo independiente si no se apostaba a abrir espacios de discusión y de noticias que no salían en la tele o que en la prensa oficialista eran abiertamente distorsionadas.
Entré a Análisis y me quedé 10 años. Trabajé junto al que considero el periodista más corajudo que he conocido en mi vida, Juan Pablo Cárdenas. Muchos de mis compañeros de Análisis están presentes esta noche y ellos saben, porque también lo sienten, que como dice Serrat, "nuestro amor es de antes de la guerra".
Duré hasta que Pinochet le pasó la banda Presidencial al nuevo presidente del Senado, Gabriel Valdés, quien se la puso al primer presidente elegido democráticamente desde 1970, Patricio Aylwin. Al día siguiente renuncié a Análisis. No lo hice por desdén o cansancio. Son lejos los mejores años de periodismo que he tenido en mi vida. Fue porque partía una nueva era, que ya no estaba motivada por la emergencia ni lo anormal, sino que debía construirse lo normal: la democracia, los derechos humanos, la gente que es soberana, el periodismo independiente. Y eso requería vigilar a otro poder, uno emanado de la democracia, cosa que resultaba difícil desde un medio que había sido incondicional del cambio de Gobierno. Sentí, como muchos compañeros de Análisis, que se abría el país a la carrera que habíamos escogido, como si fuera la primera vez.
En Análisis aprendí a trabajar con miedo. Y a tener el temor por tu vida y la de tus familiares cercanos como un complemento inevitable de la profesión. Reporteábamos a gente que había sufrido cosas indecibles, cuyas historias contábamos bajo nuestras firmas, sin seudónimos. Recibían nuestros familiares, de cuando en cuando, amenazas tremendas por teléfono y sentíamos que nuestras opciones estaban exponiendo a terceros muy queridos a cosas que ellos no habían decidido hacer. A todos ellos les pido perdón a posteriori por el miedo que llegó a sus vidas por mi causa en Revista Análisis. Y con la misma convicción les advierto que lo volvería a hacer sin dudar, si la situación política de mi país demandara una definición profesional semejante, aunque se revivieran esos miedos de nuevo.
Nada de lo que he hecho en periodismo se compara, profesional y emocionalmente, con mis diez años en Revista Análisis. Cronológicamente, ya tengo más años de ejercicio profesional que esos 10 en Análisis. Pero están ahí, calentitos, con el miedo agazapado y todavía convencido que una buena crónica es siempre una provocación positiva a la inteligencia y las decisiones de las personas.
Soy hijo de la Revista Análisis y con todo el maravilloso recuerdo que tengo de esa época, espero que mis hijos y los hijos y nietos de ustedes no necesiten jamás revivir su existencia para enfrentar periodísticamente una nueva muestra de brutalidad y desprecio por el prójimo, como debimos hacerlo nosotros en Dictadura.
Agradezco también a todos quienes me convocaron a sus proyectos periodísticos y tuvieron la confianza para dejarme hacer, experimentar y, sobre todo, interpretar las noticias, no sólo relatarlas. He tenido la suerte de nunca ser convocado a un medio para dar noticias, así a secas, leyendo un libreto escrito por otros que da cuenta de lo que pasó en el día. En todos los lugares donde he trabajado, prensa, radio, televisión e internet, siempre el objetivo ha sido el periodismo interpretativo.
No enfatizar en lo qué pasó, sino fundamentalmente en por qué pasó, qué sentido tiene lo que pasó, cómo se proyecta lo que pasó, cómo se asocia a otras cosas que también están pasando. Los hechos, a mi juicio, no constituyen por sí solos periodismo. Los hechos son como una luz encendida en medio de la noche, pura información. El periodismo toma esos hechos y los avanza hacia un contexto de verdad. Que es donde sirven, donde tienen sentido, donde iluminan.
Paradojalmente, por los avances tecnológicos, esta visión interpretativa de la labor periodística, a la que yo adhiero, hoy se está haciendo obvia. A las salas de prensa de los medios actuales llegan, todos los días, centenares de hechos, registrados en smartphones, vía email, por mensajes de texto, enviados por gente común y corriente que estaba donde pasó algo. Y en vez de mirar y luego comentar en sus casas, sacan un celular y graban. A renglón seguido envían lo que graban a la tele, la radio y los diarios, o los suben directamente a sitios webs y blogs en Internet. Casi la mitad de todo lo que sale al aire como noticias en la televisión hoy se basa en reporteo ciudadano o tiene elementos de él. Si a esto se agrega la influencia cada vez más pronunciada, para proveer contexto, de los archivos digitales, como YouTube y otros, tenemos una realidad de registro de hechos inmensa en volumen y que sigue aumentando, y una conducta consolidada de la gente que es testigo de eventos que consideran potencialmente noticiosos, de registrarlos y difundirlos.
Esta experiencia de registro y difusión ciudadana, de la mano de los avances de la tecnología, lejos de disminuir, va en aumento. Por lo que imagino que en las escuelas de periodismo de las próximas décadas, más que preparar reporteros como antaño, expertos en recoleccionar hechos, el producto profesional va a tender a un periodista que sabe que no puede competir con millones que reportean naturalmente, pero sí puede aquilatar y evaluar el valor y relevancia de lo que esas personas proveen. El profesional de los hechos dejará de ser el periodista. Su tarea principal será poner esos hechos en contexto, darles sentido, verificar su existencia e importancia y complementar con algo de reporteo propio lo que falta en la historia.
Seremos más editores agudos que reporteros de hechos objetivos. Por esta razón, el periodismo interpretativo hará que sobreviva el periodismo.
El poder político y económico siempre ha amenazado al periodismo. Que haya gente que proclame que su misión profesional es decir la verdad y vigilar al poder es muy peligroso. Que eso se haga en un escenario con creciente transparencia y donde los ciudadanos pueden comunicarse masivamente entre ellos y aportar con sus propios datos y experiencias a esa transparencia es, sin duda, aterrador para muchos.
Lo que denominamos "el sistema", hoy no es más que una enorme maquinaria orientada a consolidar ventajas de origen. Ceder en esas ventajas es percibido como un atentado, no a un determinado orden, sino a la misma naturaleza humana. Las bases fundacionales de esa estructura de poder se definen como dadas por la especie, no por opciones racionales que podrían ser distintas: la codicia, que promueve, entre otras cosas, todo tipo de lucro y el crecimiento monopólico se señala que proviene de la naturaleza humana. El oportunismo de obtener ventajas al filo o traspasando la ley se imputa a esa motivación basada en la naturaleza humana. Por contraste, supongo que la confianza, la cooperación, la solidaridad deben ser opciones que, para ejercerlas, deben primero vencer los impulsos de esta coartada formidable para evitar hacerse cargo de las conductas racionales propias, que es la naturaleza humana.
En la base del periodismo moderno, pre y post Watergate, se encuentra el papel de desmitificar clichés y dudar de verdades que crean una ilusión de unanimidad. El ejercicio de esa facultad desmitificadora pone al periodismo en curso de colisión con los custodios del sistema. En democracia, hay un filtro poderoso para que esa vigilancia periodística esté acotada, no inflija más daño que el que el sistema está en condiciones de conceder. Ese filtro es nuestra propia educación periodística, nuestro currículum en las Escuelas de Periodismo, nuestra forma de enseñar de qué manera se debe cubrir el territorio noticioso y definir lo que constituye noticia. Los periodistas, aunque ya se comenzó obligadamente a cambiar currículums académicos, fuimos formados en una tradición oral de reconstitución de escenas. Preguntábamos después del choque ¿qué había pasado? Después del Golpe, ¿cómo se había llegado a esto? Después del crimen, ¿qué hizo que el asesino se convirtiera en asesino? Hicimos de la noticia un evento del pasado, mayoritariamente imposible de anticipar y reconstruida en su mayoría por la vía de preguntar a testigos y expertos qué pasó. No necesitábamos saber: nuestras fuentes sabían.
Esa dinámica de la entrevista a posteriori delineó una carrera y definió un lenguaje que el periodista entendía: la conversación con testigos, la acumulación de fuentes, la investigación en archivos comprensibles, la dependencia en expertos que uno confía estén interpretando bien los datos. Porque digámoslo sin vergüenza: el estudiante promedio de periodismo se escapó de las matemáticas, de la estadística, de las lecturas de gráficos, de los experimentos sociales, de las probabilidades condicionadas y las regresiones múltiples. Ese es el lenguaje de nuestras fuentes, no nuestro. Esa ignorancia vital en el lenguaje técnico de las ciencias sociales y las matemáticas, lo que consideramos un alivio al entrar históricamente a la carrera de periodismo, es el filtro extraordinario que el establishment del poder político y económico ha tenido para mantenernos a raya. Y mantenerlos a ellos inquietos, pero no tanto.
Esto no da más, ni profesional ni académicamente. No hay razón alguna por la cual hoy un estudiante de periodismo no pueda utilizar su lectura de una FECU, un balance contable, una agregación de datos estampada en un gráfico e incluso la evaluación de la metodología empleada en una encuesta nacional, para cuestionar directamente o complementar lo que al periodista le cuentan sus fuentes.
Así como el célebre Doctor House define su trabajo desde la duda sobre lo que le cuentan sus pacientes, por lo que ausculta y diagnostica desde el cuerpo, manteniendo al paciente mayoritariamente callado, así también el periodismo debe abrirse a interpelar a sus fuentes, particularmente al poder, no sólo desde el lenguaje oral de la entrevista y la repetición de versiones ajenas, sino directamente desde hacerse parte del mismo lenguaje, entenderlo, que sirva de guía para preguntas y, sobre todo, para no transmitir al público equivocadas o parciales explicaciones técnicas que nos entregan las fuentes expertas.
Eso ya se hace en diversas parte del mundo de distintas maneras: transformando al periodismo en una carrera de postgrado o incorporando con fuerza a su malla curricular herramientas que provienen de las ciencias exactas y las sociales, que hasta ahora se han pedido prestadas como opinión de expertos, sin saber si lo que dicen tiene o no sentido. Esto implica asociar el mundo huraño del periodismo con otras disciplinas, variar los requisitos para cursos superiores, incorporar el lenguaje de los números en la determinación del contexto y la verdad periodística.
Vuelvo a mi trayectoria: se inicia con la Revista Análisis, pasa a la televisión y la radio, a dirigir medios de prensa escrita, experimentar en periodismo por Internet y las clases que he hecho en cuatro universidades.
No soy un periodista objetivo. No puedo serlo, aunque quisiera. Ningún periodista, nadie de hecho, puede serlo. Nuestro trabajo consiste mayoritariamente en seleccionar lo que va y lo que no va en una crónica, despacho o editorial. Ejercemos conscientemente un trabajo de selección, de fragmentación de la realidad y que incluye decisiones basadas en nuestra historia, nuestra educación, nuestra experiencia, nuestra ideología, nuestras oportunidades sociales y las carencias que hayamos tenido en cada una de esas categorías. Los métodos disponibles para objetivar la realidad en categorías periodísticas no suplen que ahí también decidimos qué usamos y qué dejamos fuera.
Hay muchos que me han calificado así, ¡objetivo!, pero generalmente eso sucede cuando lo que digo calza exactamente con lo que ellos están pensando.
Mis antídotos para los sesgos que inevitablemente acarreo son tres: No hacer nada con mala leche. Reconocer públicamente los sesgos que tengo. Y no vender mi análisis como datos duros.
Soy hijo de un empleado público que me hizo amar la política como una obra civilizada de las limitaciones humanas para poder gobernarse, al mismo tiempo que declamaba a Neruda, cantaba tangos e idolatraba a Pelé. Mi madre fue la primera de su generación familiar en separarse y volverse a casar, regalándonos un tío Pancho que nos hizo crecer a mi hermano Jorge y a mí en conocimientos y emociones. Tengo hermanos que son Paulsen Lynch y que son mis hermanos. Tengo otros hermanos que elegí que lo fueran, como Kiko y Felipe, como Lucho y Juan Pablo, como el Gordo Melnick y Max Marambio, además de la Cony, Jorge y Juan Manuel, más un hermano mayor, al que quiero como padre, que se llama Nurieldín y que me amplían la familia.
Tengo cuatro hijos que siempre serán cuatro. Más otro adoptado familiarmente en EEUU y que trabaja, orgulloso, para un candidato que ganó y que no fue el mío.
Tengo una Paula chica, que de pronto se me agranda, que quizás no votaría por todo lo que pienso, pero que sin ella no tendría sentido nada de lo que estoy pensando.
Fui de revista y fuego de trinchera, sin complejos y sin quejas por lo personalmente padecido, pero marcado para siempre por la brutalidad sobre los demás y la constatación atroz que muchos podían dormir tranquilos sabiendo lo que pasaba. Estuve 27 días irrepetibles palpitando la Franja del No, desde adentro, como encargado junto a Augusto Góngora de Reportajes y Noticias. Aprendí algo de empresa privada y sus traiciones con Carlos Cardoen, quien tuvo la generosidad, apenas iniciado mi nuevo trabajo, de ofrecerme abandonar su barco cuando EEUU necesitó chivos expiatorios para tapar su armamentismo de Iraq, pero me quedé con él hasta que su diversificación tuvo expresiones concretas.
Abracé la televisión de la mano de Eduardo Tironi en La RED y de un hombre que echo mucho de menos y que se me murió de sopetón, como era Roberto Pulido. Otro amigo de esos de fierro, Jaime de Aguirre, me tentó con hacer un programa de medianoche en Televisión Nacional y partí con él, para en menos de un año aceptar dirigir La Tercera y abrir un camino que ensanchó y mejoró notablemente el actual director que me sucedió. Llegué a Canal 13 siguiendo a Rodrigo Jordán y los primeros intentos de sincerar una realidad corporativa disimulada con escenografías de cartón piedra y autoestimas desbocadas. Allí conocí y me hice amigo de Gonzalo Bertrán y Mario Kreutzberger, gigantes e influyentes como pocos en la televisión chilena y recalé más tarde en Chilevisión, una vez más convocado por Jaime de Aguirre. La radio me había cautivado antes, desde los aprendizajes en radio Monumental y Zero, hasta sentirme cobijado por Marcelo Zúñiga, como en ninguna otra parte, en mis casas de Concierto, Futuro y ADN, que como diría Silvio Rodríguez, no son lo mismo pero son igual.
Y aquí estamos. Pertenezco al 1% que lo ha tenido todo y vocifero por el 99% que debiera tenerlo. Porque ya es hora, porque nos mata el corto plazo y sus metas canallas. Porque se necesita respirar ahora y mañana y pasado mañana también. Comer ahora y el próximo año también. Miro a mis hijos y me asusto. No leen los libros que me gustaría que leyeran: ellos chatean, mandan emails, viven en Facebook. Pero saben más que yo de cosas que yo creí que sabía. Y cuando todo cambia y el mundo se transforma en una batalla entre quienes llegaron antes, buscando que nadie más les amague su posición, y las multitudes que persiguen no sólo oportunidades sino también condiciones equivalentes para competir y colaborar, me pongo menos objetivo que nunca y pido abiertamente: No me sigan en Twitter si quieren que avale sus artificiales infladas de acciones. No me vean en Tolerancia Cero si esperan que justifique represiones injustificables. No me lean mis posteos si buscan que asocie delitos con inteligencia y rapacidad con naturaleza humana. No esperen que los aplauda si van a usar la plata de todos como botín del partido. No me consideren aliado si creen que por compartir el mismo deporte compartimos también las mismas ideas.
Esta es mi trayectoria, llena de mierda y maravilla. Y agradezco profundamente a Embotelladora Andina por darme la excusa para agradecer a tantos que me han abierto puertas y me han acompañado hasta aquí.
Muchas Gracias
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