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Desde una orilla lejana


Roberto Merino
Diario Las Últimas Noticias
Lunes 4 de agosto de 2014

Me acaban de mandar fotografías
de la primera mitad de los años sesenta.

Escenas en blanco y negro
del centro de Santiago,
gente esperando 
la luz de un semáforo,
gente asomada a las ventanas,
gente fumando junto a una vitrina
en actitud de matar el tiempo,
gente saludando desde una azotea.

Todo aquello me resulta reconocible,
las fachas, los peinados, los gestos,
y, sin embargo, de qué manera
se han ido por el ducto de los años
hacia el resumidero de la extinción.

Ninguno de esos individuos 
existe en el formato en que
las fotografías los muestran,
ni el joven atildado
con traje de Contilén
ni las muchachas
que entran a Ville de Nice
ni el niñito vestido
con ropas de adulto diminutas.

No ha pasado nada de tiempo desde entonces.

Cuando pensamos en otros siglos
tenemos dificultades para distinguir
una brecha temporal 
de cuarenta o cincuenta años.

Si yo digo de súbito "1712"
y luego "1762", nadie que
no sea un obseso especialista
proyectará imágenes mentales 
diferentes para uno y otro caso.

No obstante, 
lo estrictamente contemporeáneo
lo observamos con un foco
de mucho mayor nitidez.

Uno de los fenómenos más extraños 
de la experiencia cotidiana es el que
enrola a los cambios y a la continuidad.

Sabemos que las existencia
-en su aspecto visible, social-
cambia de manera drástica,
pero nunca tenemos en el día a día
una evidencia empírica de esos cambios.

Es decir, 
por seguir con el caso propio,
yo vengo viviendo,
desde que adopté la conciencia,
en una misma línea continua:
cada hora de mi vida
ha procedido de una hora anterior
y ha engendrado una hora siguiente
y siempre la vida ha tenido
el mismo vibrato, la misma irradiación.

En este sentido puedo decir
que el acto de enfrentar la calle cada día
es el mismo hoy, ayer y en los años sesenta.

Sólo cuando trazamos miradas retrospectivas
se hace manifiesto lo que ha ido quedando atrás,
lo que se desechó, lo que fue reemplazado.

Un ejemplo: tiene que haberse dado
un momento específico, mensurable,
en que se dejaron de usar en Chile
los pantalones pata de elefante.

Un día, una noche, un minuto
en que el último par de patas de elefante
fue lanzado al bulto de la ropa sucia
para no ser retomado nunca más.

Pero vaya uno a detectar ese momento.

Lo único que podemos afirmar
es que en un período no se veían
sino sujetos ostentando 
este tipo de pantalones
donde uno volviera los ojos,
y que hoy no se ve a nadie,
a no ser que nos topemos
con algún adelantado 
del estilo vintage.

Lo de los pantalones 
vale para todas las esferas,
para todos los cortes 
con que analizamos nuestra vida.

Nos sentimos seguros, cómodos
y nos movemos como calamares
en la tinta atmosférica del mundo presente.

Pero habrá que ver qué efecto
tendrán nuestras fotografías de hoy
dentro de cincuenta años.

A los que nos examinen entonces
les pareceremos habitantes
de las profundidades abisales del tiempo.

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