Apr. 27 , 2012
BLOG DE GUENDELMAN
¿En qué momento el divorcio, la ruptura de una relación de pareja de años, el quiebre de un vínculo que incluye experiencias, recuerdos, familia y amigos en común dejó de ser algo terrible para transformarse en una “experiencia de vida”, de esas que a veces son necesarias para avanzar hacia la felicidad?
Parto con esta pregunta porque así es como tanta gente te “vende” hoy su fracaso. Y voy a usar varias veces la palabra en esta columna pues estoy convencido hasta el fondo de mi alma de que fallar en una relación de pareja es justamente eso, fracasar. Suena conservador, pero no creo que sea ese el punto.
Para que se entienda mejor la tesis: no me cabe duda alguna de que el divorcio, la separación, el fin de un proyecto de vida es algo válido, posible, que pasa todo el tiempo y que nos puede suceder a todos. Sin duda. Romper un vínculo es algo humano y real. Cierto además que te puedes volver a levantar y, tal vez, hasta mejorar tu vida. Pero, y por aquí está el asunto, primero hay que hacerse cargo del duelo. Y el duelo sólo ocurre cuando se asume que algo muere. Y si te divorcias, muere un proyecto de vida. No es el fin del mundo, pero tampoco es una cosa cualquiera. Es un fracaso. Una pérdida. Un terremoto con tsunami incluido. Un tajo que deja una gran cicatriz en tu vida. Entonces, asumir que es un fracaso en vez de sacarle el poto a la jeringa, es síntoma de madurez. De tomarle valor a las cosas. De entender que apostaste parte importante de tu patrimonio emocional a una relación y perdiste, quebraste, te empobreciste, fallaste. Bien claro y simple. Y no es el fin del mundo, cierto, pero hay kilos de pena y desilusión y eso hay que asumirlo.
Es en ese contexto que me sorprende y preocupa percibir tanto miedo a asumir ese dolor, tanta gente que disfraza su herida de “oportunidad”, sin antes haber llorado lo suficiente, sin tomarse el tiempo para reflexionar, procesar, trabajarse en una terapia y entender qué pasó. Hay pánico a sufrir, entonces nadie quiere asumir el fracaso. Y aquí viene lo peor, según mi forma de ver las cosas: si no hay duelo, si no me siento perdedor, si no admito que fallé, entonces no aprendo, no recibo los inputs de mi experiencia y no crezco. Peor aún, me arriesgo a repetir el guión en forma literal con mi próxima pareja.
Aclaro, por si las dudas, que no me llamo Pilar, mi apellido no tiene que ver con la falta de audición y esto no es autoayuda, sólo sentido común y la suma de varias conversaciones que se han quedado pegadas en la retina. Me parece raro escuchar a tantas personas hablando de la felicidad individual como si fuera el tesoro detrás del arco iris y, ergo, tapando su separación como si apenas se tratara de un peldaño más en una larga escalera, un pequeño obstáculo en la vía a la plenitud, algo que es necesario probar e incluso repetir cuantas veces sea necesario hasta llegar al Nirvana. A mí, la verdad, todo eso me parece una tremenda muestra de infantilismo y un clásico síntoma de Peter Pan.
Emparejarse y durar emparejado es difícil, agotador a veces, frustrante otras, fome en algunos períodos, pero el pasto del vecino no es más verde. También se pone amarillo después de un rato. Y, claro, a veces el amor se acaba. Aunque si uno lee esa historia que da vueltas por Internet (ponga en Google “cuando llegué a mi casa esa noche mientras mi esposa…”), da para pensar que hasta eso puede ser discutible. Pero no importa, a cualquiera de nosotros le puede llegar el momento de abandonar, ser abandonado o terminar un vínculo por mutuo acuerdo. El tema es cómo entenderlo, cómo digerirlo y cómo vivirlo. Algo que, por estos días, varios enfrentan de una manera anestesiada, profiláctica y trancada.
Yo prefiero llamarle pan al pan y vino al vino. Separarse, divorciarse, sufrir el quiebre de una relación de pareja que alguna vez fue una familia es un fracaso con mayúsculas. Y fracasar es tan duro como real. Es parte de la existencia y todos tenemos derecho a que nos pase. Pero así como los países con más emprendedores son aquellos donde el fracaso no implica una tarjeta roja de por vida, de la misma manera hay que perderle el miedo a la palabra, asumir las consecuencias que implica, procesar un buen rato y recién entonces, volver a jugar.
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