Por Roberto Merino
Diario El Mercurio, Revista de Libros
Domingo 22 de abril de 2012
No es convincente la idea -animada por algunos amigos utopistas- de que la vida de los seres primitivos es sustancialmente mejor que la nuestra. Vida, en este entendido, sin stress , consagrada a los beneficios de la libertad y a ese estado beatífico que se denomina comunión con la naturaleza.
No sé si sentir un terror abisal ante los truenos, considerar al tigre un dios o creer que la lluvia es un enemigo mortal se llamará comunión con la naturaleza, pero me da la impresión de que los pueblos primitivos, si bien configuraban simbólicamente a la naturaleza, no la entendían mejor que nosotros. Tras el terremoto del 60 se vio en las costas del sur a gente de raza aborigen internándose en la arena que descubría la retirada del mar para extraer mariscos. Dejando aparte el desbarajuste informativo de los organismos de emergencia, los enajenados e inauténticos habitantes de las ciudades sabemos hoy que cuando el mar se retira, más vale arrancar lo antes posible.
Jung demostró en algún momento que el pensamiento mágico subsiste transformado o encubierto en las sociedades civilizadas. Todos experimentamos este tipo de cosas en la vida diaria: creer, por ejemplo, aunque sea durante un instante fugaz, que una idea que se nos cruzó en la cabeza puede dar origen en la realidad a un suceso nefasto. O creer que por el hecho de haber pensado en el asunto, la desgracia no se dará. Jung, con cierta ironía, incluía en esta dinámica al señor que esconde huevos de Pascua en su jardín, ignorante de que de esta manera ejecuta o reitera un acto primitivo.
Un luminoso vislumbre del pensamiento remoto lo encontramos en Especímenes de folclore bosquimano , la obra que el filólogo alemán Wilhelm Bleek -su autor- no alcanzó a ver publicada. Bleek, que vivió entre 1827 y 1875, fue el primer europeo que sintió curiosidad intelectual hacia esos hombres primigenios, que para bantúes, hotentotes y holandeses no eran sino "animales dañinos" y que fueron correteados hasta el borde del exterminio por toda África del Sur.
Los relatos orales bosquimanos recopilados por Bleek son extrañísimos, no tanto por sus contenidos cosmogónicos, familiares a cualquier mitología, sino más bien por la forma que usaban los informantes para narrar: una serie de repeticiones en espiral, como destinadas a amarrar la atención del auditor.
Quizás lo más total de este libro sean las historias vinculadas al cielo. Entendían que la Vía Láctea se había formado cuando una niña lanzó hacia arriba ceniza de una fogata, y que una estrella que cae señala indefectiblemente la muerte de un hombre, destino inminente anunciado por el llanto de un pájaro raro llamado hammerkop ( cabeza de martillo). Dice el bosquimano: "Las cosas que están en el cielo las vemos en el agua mientras estamos parados en la orilla. Nosotros vemos todas las cosas, las estrellas parecen fuego que arde"
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