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La genialidad y la contención

HÉCTOR SOTO, Orson Welles



Los ríos de tinta que la crítica siempre ha derramado a raíz del triste destino que corrieron los genios incomprendidos del cine es un lamento que a menudo contrasta con la escasa atención conferida a los elementos de contención que la industria daba en otra época al talento fílmico.
Cuando se están cumpliendo los 100 años del nacimiento de Orson Welles, esa asimetría vuelve a hacerse evidente. La contención sin genio es patética, pero el genio desorbitado suele ser un pasaje directo a la frustración. Welles, que aparte de ser un cineasta notable, pasó a la historia como una especie de santo patrono de la inventiva que Hollywood se farreó, es el mejor ejemplo de una mente portentosa que no pudo conectar bien ni consigo mismo, porque se dilapidó, ni con sus circunstancias. Al final Welles fue víctima de su propia genialidad. Está claro que si no hubiera llegado a Hollywood precedido de la fama que logró revolucionando la escena teatral americana en los años 30, y emitiendo un programa radial que puso en jaque la seguridad pública de varios estados, Hollywood jamás le habría firmado el cheque en blanco que le extendió para filmar Citizen Kane. Desde luego su suerte habría sido distinta. Quizás el cine no habría tenido esa obra maestra temprana, pero a lo mejor él hubiera podido disfrutar de una carrera estable, menos expuesta y dolorosa. Nadie puede asegurar que hubiera podido hacer otra cinta así de rupturista y grandiosa. Aunque nadie tampoco puede descartarlo.
Los genios puros nunca lo pasaron muy bien en el cine. La industria ninguneó al gran Griffith sólo porque al hombre le costó adaptarse a las lógicas del cine sonoro. Redujo a la condición de fantasma viviente a Eric von Stroheim porque era un artista cuyos proyectos tenían el tamaño de una catedral en momentos en que los estudios sólo aceptaban animitas. Condenó a muchos cineastas indudablemente inspirados a la marginalidad o el destierro porque osaron salirse del libreto. Ese es el lado sangriento de la ecuación. Pero también los estudios fueron capaces de dar una sólida base de apoyo a muchos talentos que sin ese marco de amparo también se hubieran perdido. Si en el cine de hoy no hay ningún Ford, ningún Hitchcock o Hawks, y si la cartelera en la actualidad es una feria de infantilismo y banalidad, es entre otras cosas porque los estudios se acabaron. Incluso los cineastas dotados tienen ahora que andar al cateo de la laucha detectando oportunidades de trabajo y creación. La pérdida de energía envuelta en esta inestabilidad obviamente perjudica.
Puesto que junto con ser un arte el cine también es un espectáculo y una diversión, al parecer el tipo de competencias que el medio requiere consulta equilibrios ramplones pero misteriosos: gran imaginación y bastante pragmatismo; convicciones personales fuertes y claridad respecto de lo que se puede y no se puede transar; mirada autónoma para asumir como propios motivos o ficciones que son ajenos; temple para resistir presiones; habilidad para negociar… El genio puro no basta.
Teniendo en cuenta que Welles -sea porque no quiso o porque no pudo- nunca volvió a ser el que había sido en Citizen Kane, y considerando también que es fascinante pensar en lo que hubieran podido hacer para públicos masivos cineastas de nicho como Godard, como Raúl Ruiz y tantos otros realizadores sacrificados al desdén de haberse podido mover en entornos más protegidos, vale la penar tomar en serio la idea de que el genio es tanto una bendición como un castigo. Bendición si implica capacidad de autosustentación, maldición si no va unido a un cierto realismo o a una mínima disciplina interior. “En el juego de la vida, o del destino -escribió Aguilar Camín en una novela- la gente no llega tan lejos como augura su talento, sino como permiten sus limitaciones. Somos tan grandes como nuestros límites, del mismo modo que nuestro cuerpo vive hasta que muere la más débil de sus partes esenciales”.

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