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La desaprobación ciudadana a Bachelet

JOSÉ MIGUEL IZQUIERDO, 
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La desaprobación a los políticos y a la política en toda su extensión simbólica, es un mal que en Latinoamérica antecede al surgimiento de liderazgos populistas de izquierda, de extrema izquierda y otros inclasificables. Es imposible negar que tomamos ese rumbo, que es inconveniente por donde se mire.
Algunos sacan cuentas alegres e incluso se escucha hablar de “san Dávalos” en alusión al segundo escándalo que terminó por generalizar la crisis que había abierto el caso Penta. No han advertido la crisis que afecta más que nada al grupo político hegemónico, pero sus consecuencias nos arrastran a todos hacia el cuestionamiento del sistema político y económico.
Es cierto que esta crisis general fue gatillada por dos escándalos: uno de corrupción en el financiamiento de la política y otro que alude al uso particular de los recursos de poder. Ambos encerraron a la elite en una burbuja que proyecta abuso de poder, dejando al resto de la sociedad con rabia, decepción y ansias de venganza.
La desilusión ante el liderazgo de Bachelet es lo más sintomático del problema que estamos viviendo. Por una parte implica la pérdida definitiva del valor asignado a la Presidencia de la República, y por otra, significa el agotamiento de una cantera de liderazgos cuya última reproducción fue la confianza en Bachelet. Por ello es más útil analizar la desaprobación a la mandataria que la estructura de su aprobación para solazarse en su caída de 30 puntos desde que comenzó este gobierno.
Hoy la desaprueban hombres y mujeres en la misma magnitud; estrechan diferencias apagando el cortafuego de género que protegía a la mandataria. Cayó en todos los sectores socioeconómicos, más que nada entre las personas de estrato medio, y crecientemente se igualan las preferencias de este grupo a los más pobres del país. Por último, comienza a desalinearse la aprobación de Santiago y regiones, problema sintomático de baja en la empleabilidad y falta de liquidez en las familias metropolitanas.
Esta situación fijó el límite entre el antes y el después de Bachelet. Nunca lidió con una desaprobación superior a 45 puntos. Es cierto que la Presidenta logró revertir una situación de baja aprobación en su primer período, pero antes contó con un 20% de indecisos que pudo reencantar. Hoy, con 61% de rechazo y 31 de aprobación, sólo tiene un margen de indecisos del orden de 8%. Así, su recuperación se ve más difícil que en el escenario anterior.
Entre 2008 y 2009 Bachelet echó mano a dos recursos para revertir su debilitada posición: el orden (a pesar de sacrificar algunas promesas; y un considerable aumento del gasto público, entre otros, a través de la entrega de ocho bonos (verdaderas inyecciones de popularidad a la vena).
El orden implica cambios en la casa con el objetivo de lograr recuperar el control de la agenda pública. Con ello se pretende que la población entienda lo que el gobierno quiere hacer, lo jerarquice y lo valore. Este ordenamiento es necesario porque no se ha logrado hacer que la opinión pública apruebe la reforma educacional, tributaria y laboral (o sindical, si se quiere). Entonces, los principales encargados de hacer sintonizar las políticas públicas y las percepciones ciudadanas deberían estar muy mal evaluados si se les califica por sus resultados. Ellos son los ministros de Segegob, Segpres e Interior.
Es público que Bachelet no ha querido ordenar la casa con nuevas personalidades, como sí lo hizo en 2008.Pero sí parece estar repitiendo la fórmula que usó Andrés Velasco, porque se ha ampliado el gasto público y lo estamos sintiendo, porque empezó a afectar la inflación.
Habrá que ver cuánto demora Bachelet en poner orden. Por el bien de Chile, de su estabilidad, de su seriedad y del futuro de las instituciones, que por favor lo haga luego.

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