Diario El Mercurio, Revista de Libros
Domingo 30 de diciembre de 2012
Hay muchas maneras de escribir mal, aunque todas ellas tienen en común el mismo error de base: escribir para ser algo más que uno mismo. Resbaloso concepto, lo admito, ese "uno mismo", que la escritura tiene como papel revelar, aunque sea muchas veces -como le sucede al hombre invisible- usando para delimitar sus rasgos los velos y el humo. Ficciones, mentiras, metros y rimas que no tienen otro objeto que inventarnos una espada y una pared entre la que ponernos para contar sin pausa y sin trampa por qué llegamos aquí. Como esas manos que los cavernícolas dejaron marcadas en las paredes de la cueva, esa simple marca, esos dedos que todos tenemos atraviesan los siglos mejor que toda suerte de mensajes para la eternidad.
Escribir lo primero que se te pasa por la cabeza es un ejercicio que pide un talento sin par, porque escribir es de las últimas cosas que se nos pasan por la cabeza. Escribir como quien habla implica primero entender la leyes del habla y luego domesticarla para que quepa naturalmente en la jaula de la escritura. El estilo que parece surgir sin esfuerzo, la prosa que parece siempre haber estado ahí, denota un doble esfuerzo, el esfuerzo por encontrar lo que se busca, y el esfuerzo por volver a dejarlo caer para dejarnos a nosotros el placer de recogerlo como si nada.
Esa generosidad provoca en los que ven la literatura como una máquina dispensadora de prestigio -aunque sea el prestigio bohemio y canalla- que la escritura no sea un medio de promoción o de mistificación que les hace sentir a los amantes de la prosa sonora o minimal algo incomprensible. A las mucamas gramaticales, el pasajero del hotel que trata la habitación como su casa le resulta enojoso. Sólo así me explico el carácter agrio e impaciente con que no pocos críticos inteligentes y amigos lúcidos, descubren para su desilusión que Los círculos morados , las memorias de Jorge Edwards, las escribió Jorge Edwards y tratan de su vida. De sus críticas sólo se puede extraer ese hecho de la causa, que Jorge Edwards se llama Jorge y se llama Edwards y que nunca podría salir de eso. Que Jorge Edwards no es Daniel Villalobos (que tiene justamente el talento de ser en Sur , su libro, completamente Daniel Villalobos); que Jorge Edwards no puede contar la pobreza en los años ochenta o el delirio en Villa Alemana o los sindicatos culturales en San Antonio, es algo que Jorge Edwards sabe mejor que nadie. Lo que hace su libro tan inteligente como valiente es el gesto de no salirse nunca de sí mismo, de rodearse, de flotar en los supuestos de su identidad, para hundirse en círculos concéntricos (los círculos morados del título) hacia la incerteza de una memoria que no está muy segura de qué recuerda o qué inventa, de qué sabe o qué adivina.
Aparentemente leve y muchas veces terrible, lo que ciertos amigos detestan es lo que más me gusta del libro, esa falta de patetismo, esa actitud a veces distraída, que le permite a Edwards contar más y no menos: abuso sexual, absurdos sociales, los orgullos y los prejuicios de un mundo ido que explica en gran parte el nuestro. Su yo, como ocurre con el yo de Patricio Fernández de La calle me distrajo , es una linterna que muestra más de lo que juega a mostrarse, una forma curiosamente púdica -e inesperada para quienes les basta leer el nombre del autor para juzgar el libro- de generosidad. Es cierto que esa seguridad en ambos casos no es ajena a ciertas certezas de clase que por lo demás denuncian. Lo hacen con el acento de esa clase, sabiendo que también esa es la tarea del escritor, dejar patente el tono de un mundo, la forma verbal de un universo.
Yo prefiero la falsa soberbia a la falsa humildad. Pelear contra quien depone sus armas, el que se cuenta del modo más simplemente plausible es un tipo de cobardía muy parroquial. La gracia de este libro (y del de Fernández y el de Villalobos) es que son libros indefensos que cuentan lo poco o nada que sus autores ven o creen ver del mundo. Testimonios que son más que lo que aparentan, que tienen la nobleza de no aparentar todo lo que saben, que nos recuerdan que escribir es también eso, el famoso espejo al borde del camino de Stendhal.
Hace poco, Philip Roth renunció a escribir sólo para evitarse la neurosis de estar encerrado en un bosque cercado por el subconsciente. ¿Se puede escribir, apartado de todo y todos, novelas que se paran solas en la nada? Pienso en Chateaubriand y Benjamin Constant, escritores entre muchas otras cosas que no renunciaron a ninguna batalla, a ningún error, a ninguna tentación, incluso la de escribir y escribirse. Roth se dedica ahora a ver gente y hablar cosas. Estoy seguro de que si escribiera eso, sólo eso, todo lo que ha hecho desde que renunció a escribir, daría al fin con su obra maestra. Es el tipo de libro que personalmente estoy esperando, esos que renuncian a ser escritos para escribirse mejor.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
COMENTE SIN RESTRICCIONES PERO ATÉNGASE A SUS CONSECUENCIAS