Días de campo
Roberto Merino
Diario Las Últimas Noticias
Lunes 3 de marzo de 2014
Durante mucho tiempo
me convencí a mí mismo
de que el campo sólo podía ofrecer
una extensa experiencia de aburrimiento.
Aburrimiento, incomodidades y complicaciones.
No quería siquiera imaginarme
el cansancio extremo
de las excursiones innecesarias,
los perros sueltos, los gansos agresivos,
los ratones con hanta, las abejas,
las moscas, los tábanos, los alacranes, el litre.
Pensaba en los cuentos contados por abuelos y padres,
cosas del año del ñauca en Chillán y La Serena,
ovejas con peste, caballos asesinos,
inquilinos asaltantes, huasos brutos con mirada alcohólica
comiendo asados de chancho con triquinosis
junto a una radio sintonizada en un programa de rancheras.
Sin embargo este verano rompí el cerco de hierro
de los apegos neuróticos y fui finalmente al campo.
El alivio, expresado en la descompresión
de los músculos del cuello, comenzó luego,
recién traspuesto el límite de Santiago,
sólo por el hecho de haber desobedecido
a mis propios mandatos.
Pensé: soy el huevón
más pesado del mundo, el más equivocado,
lleno de observaciones y enredos mentales.
Estoy harto de mí y de todo lo que eso significa.
Sólo quiero que la realidad fluya de una maldita vez.
Estuvo muy bien viajar,
irse por un conducto sin destino,
mirando esos caminos arbolados
que de repente aparecen
perpendiculares a la carretera
y que no se sabe a dónde van,
esas ramadas de venta de frutas
en las que nunca pararemos,
esos restaurantes grandes y solitarios
en medio de los pastizales resecos de febrero.
Fueron buenos los túneles,
los puentes, los cruces ferroviarios
y el extrañamiento del tiempo
que opera en todo desplazamiento largo.
Estaba en el aquí y en el ahora,
por cierto, era el tal Roberto Merino
de 52 años, profesor de cuestiones
y padre de dos hijos, medio enfermo,
obsesivo, eventual músico, lo que quiera,
pero también era el de mi niñez,
ese abandonado individuo
de la edad de las promesas.
Apalta, Santa Cruz, Roma, Lolol, Ranguil,
los nombres se me desordenan en la conciencia.
El lugar donde nos esperaban
-iba con otras personas-
se llamaba Mogote de Piedra.
Parece que "mogote"
significa en vasco "cerro chico".
Se trataba efectivamente
de un cerro chico,
milagrosamente forestado,
al que se accedía
por un camino recto e irreal
trazado entre viñas interminables.
La mañana siguiente
me levanté mucho antes
que los demás
y sin saber qué hacer
salí a la terraza.
Me enchufé los audífonos
y puse en el celular
un adagio de Mahler,
algo que llevaba
un siglo sin escuchar.
¿Cómo podría transmitir
esa emoción del amanecer reciente,
las violas, los oboes o lo que fuera
descendiendo o subiendo
en el vértigo de las colinas,
la sinuosidad del agua y del viento,
el modo en que
las hojas plateadas de las arboledas
administraban el sol y la penumbra?
Y hubo un elemento que tenía olvidado:
el silencio profundo, inaccesible en esta ciudad
de bocinazos, de slogans, de gritones,
de canutos de las nuevas ideologías.
No sé, el hecho es que al que
se levantó después de mí,
al primero que apareció,
sólo pude comunicarle
una conclusión atropellada:
me doy cuenta de que llevamos
una vida de mierda.
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