ÓSCAR CONTARDO, DIARIO LA TERCERA, DOMINGO 30 DE MARZO DE 2014HTTP://VOCES.LATERCERA.COM/2014/03/30/OSCAR-CONTARDO/EL-TROLLEY-DEMOLIDO/
El Trolley demolido
Andy Warhol solía guardar
los registros de una época determinada
en una caja de cartón:
papeles, anotaciones,
pequeños objetos de un período particular
eran arrojados a un cubo
que una vez lleno el artista sellaba,
como quien guarda mermelada
en un frasco al vacío.
Andy Warhol llamaba a estas cajas
sus “cápsulas del tiempo”,
cuyo valor era justamente
el haber capturado el ánimo
de un momento a través
de los restos de la trivialidad cotidiana.
Guardarlos era un ejercicio de diversión
que se veía doblemente recompensado
cuando,transcurridos los años,
abría las cajas para disfrutar
con los vestigios de lo que
ya no volvería a ser como antes.
En 1983, el diseñador Pablo Lavín
volvió de Londres a Santiago
y encontró una ciudad quieta,
no en el sentido de tranquilidad,
sino en otro más parecido a la parálisis.
Una capital que se consumía
en un sopor espeso sin espacio
para más diversión
que los estelares de la televisión,
algunas discotecas con música de plástico
y la melancolía de las peñas folclóricas
salpicando las protestas
que desde mayo del 83
se repetían el día 11 de cada mes.
Lavín, sin embargo,
aspiraba a otra cosa,
otra manera de darle vitalidad al paisaje
y buscó un lugar para llevar a cabo su plan.
Lo que encontró
fue un antiguo edificio en calle San Martín,
entre San Pablo y General Mackenna,
una cápsula del tiempo del tamaño de un teatro.
Era la Asociación de Jubilados y Montepiadas
de la Empresa de Transportes Colectivos del Estado.
Un nombre largo,
que los socios mantenían en grandes letras
en uno de los muros del edificio de forma rectangular.
Aquel nombre era algo así
como la evidencia de que el lugar
pertenecía a una época lejana
en la que se hablaba
un idioma extraño ya en desuso.
Era el lugar de reunión
de los antiguos trabajadores
de algo que ya no existía
en la capital: los trolebuses.
Fue en ese lugar
en donde Pablo Lavín
levantó junto al director de teatro
Ramón Griffero El Trolley,
la cuna del under chileno de los 80,
la célula madre del new wave
que desbancó la estética hippie andina
y exaltó una nueva manera de divertirse
sin más consignas que el ánimo de hacerlo.
Durante casi cuatro años desfilaron por allí
los próceres que renovaron la diminuta escena local:
desde la actitud punk de Jorge González
hasta las performances de Vicente Ruiz,
desde los murales de Bruna Truffa y Jorge Cabezas,
a los devaneos intelectuales musicales
de la Banda del Pequeño Vicio.
En una entrevista de la época,
la actriz Patricia Rivadeneira
-fundadora del grupo Las Cleopatras-
definió el rol de los habituales de El Trolley
de una manera sencilla:
“Se trata de un encuentro de jóvenes de mi generación
que tienen un mismo propósito: embellecer el mundo”.
Hoy, el edificio de El Trolley
es poco más que un cascarón.
Una fachada pintarrajeada de grafiti fucsia,
como un lienzo oscuro y maltenido
que sirve solamente para resguardar
de la vista del transeúnte
los despojos del interior en ruinas.
Esta semana, el fotógrafo Enzo Blondel
-veterano de aquellas fiestas-
fue a captar imágenes
de los últimos días de esa cápsula del tiempo
y lo que encontró fueron los arreglos
para su demolición definitiva.
Sin techo,
con los muros listos para ser tumbados,
El Trolley parecía rendirle un homenaje
al primer montaje que Griffero presentó allí:
Historia de un galpón abandonado.
Una de nuestras debilidades
como habitantes de la ciudad
es la tendencia a recordar
la historia con mayúsculas
y su patrimonio asociado
sólo en términos de la oficialidad política:
inmuebles institucionales, monumentos a próceres,
estatuas y zonas de grandes gestas.
Hemos dejado rastros mínimos
del tejido más sutil,
el entretejido de las gestas
que por más corrientes que parezcan
terminan representando
nudos fundamentales de nuestra cultura.
Parte de estas gestas
son los lugares
de diversión y vanguardia,
los rincones de Santiago
en donde en distintas épocas
y con diferentes entusiasmos
se trazaron nuevas maneras de vivir la noche.
Boliches y rincones
fuera del mapa de los grandes hitos
que, sin embargo, marcaron el pulso de una época.
Lugares -como El Rosedal en los 40,
el bar Las Antillas en los 50,
el Bosco en los 60 o Matucana 19 en los 80-
que convocaron a escritores, artistas
y ciudadanos comunes para luego esfumarse
sin mayor reconocimiento que la memoria frágil.
Como si la ciudad no tuviera noche
y las noches no tuvieran un lugar en nuestra historia.
...solìamos salir a las 5 pm y tomabamos el trolley en la puerta de "La cascade" en la esuina del cine Pedro de Valdivia que nos acercarìa a casa por el tramo de Avda Bilbao hasta la Avda Tobalaba...corría el año 1967....
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