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A Esta Hora Se Improvisa


Todavía recuerdo una lejana y calurosa tarde,
en el edificio de humanidades del colegio Saint George
-aquel que enfrentaba la avenida Pedro de Valdivia-
con la inevitable clase de Historia y el nunca
suficientemente bien ponderado profesor Tauler.

La campana había tocado momentos antes,
después de una escasamente apetitosa comida ligera,
en tiempos de la recién implantada «Jornada Única»
-a mediado de los años sesenta-
que incluía esa delicadeza de los burócratas de turno,
la de acortar el recreo correspondiente a la hora de almuerzo.

Como se comprenderá,
el incremento del déficit atencional
entre el alumnado
a comienzos de la tarde era abrumador,
optando algunos por una descarada siesta,
en tanto otros -los más deportistas-
utilizaban dicha instancia
para estirar las piernas y relajarse
consecuencia natural y saludable
después de una intensa y batallada "pichanga".

A este escenario de absoluta distensión,
se sumaba la parsimoniosa tranquilidad
con la que el pedagogo desarrollaba sus clases.
Unos párpados caídos
que le conferían un aspecto adormilado,
eran el marco perfecto para conformar
el cuadro abúlico y soporífero
que operaba como verdadera lápida ambiental.

Para esos pocos que,
a pesar de todo,
permanecían insomnes,
no les quedaba otro recurso
que darse a la tarea de organizar
una improvisada sobremesa
en los últimos bancos de la sala,
cosa que con justificada razón
mortificaba al sacrificado docente,
llevándolo en una lamentable ocasión para él
e inolvidable para el resto de la concurrencia,
a llamar a Bande a pasar adelante a explicar
la materia que el catedrático estaba exponiendo,
como una forma de parar en seco
a estos incómodos elementos distractores.

El escogido poseía
un desplante y seguridad desbordantes,
que se explicaba, en parte,
por su legado genético,
pero a cuyo origen habría que agregar
consideraciones de entorno familiar.

Nacido en un hogar estimulante,
rodeado de afecto, buenos libros
e interesante conversación;
en una atmósfera impregnada de entusiasmo
por las más variadas manifestaciones culturales
y especialmente sensible
a las diversas expresiones artísticas;
sin olvidar su condición de hijo menor,
que contribuyó a fortalecer
la confianza en sí mismo
al ser regaloneado por sus padres
"hasta que les dio puntada".

No era de extrañar entonces,
que desde muy joven -niño aún-
participara en la legendaria
Academia Literaria del colegio,
la que con sapiencia
y no poca paciencia dirigiera
por largos años el recordado
don Roque Esteban Scarpa.

El experimentado académico
guiaba a estos aspirantes a literatos
a internarse por la densa espesura
de la intrincada selva literaria
y moderaba las discusiones
en las que se analizaban críticamente
los incipientes escritos de estos "jóvenes laureles".

Volviendo a aquella tarde,
Bande era -ciertamente-
uno de los que llevaba el pandero
en el barullo que persistía
cual fondo de radiación cósmica
proveniente de los más apartados
rincones de este pequeño universo;
pero como no era -ni es- ningún quedado,
el tandear de lo lindo no le impedía estar alerta
a lo que ocurría en su entorno.

Sus antenas alcanzaban la frecuencia
en la que monótonamente transmitía el catedrático.

Al momento de escoger
la víctima destinada al ridículo,
aquella que con alta probabilidad
se le administraría la unidad calmante
-nota 1- , destino merecido para los ignorantes
y adelantados fracasados, el maestro
no sospechaba el temporal que se le venía encima.

A requerimiento del profesor,
nuestro compañero se dirigió al estrado,
pero un asomo de ironía en su sonrisa
y el paso decidido con que se aproximó
al escenario del inminente combate,
parecían indicar que no estaba dicha
la última palabra en este "match-desafío".

Flotando en el aire se podía percibir
que algo peculiar estaba a punto de suceder.

Tomando el puntero con singular aplomo,
giró hacia unos mapas que se encontraban
colgados delante del pizarrón
y comenzó a desplegar
una amena y brillante exposición
-breve y precisa- que sintetizó
espléndidamente la materia.

Con la soltura
con la que se despacha
un trámite simple y expedito,
bajó de la tarima con desenfado y dignidad,
una vez concluida su clase magistral.

Se dirigió luego a su asiento
en medio de las aclamaciones
y vítores de sus compañeros,
los que eran correspondidos
por este precoz y recién estrenado maestro
con cálida sonrisa y ademanes de estadista.

Contrastando con esta actitud,
se iba desdibujando el ya sombrío
semblante del frustrado profesor,
cambiando paulatinamente
desde su habitual aspecto aletargado
a un rostro definitivamente desencajado,
al constatar cómo su estratagema aleccionadora
fracasaba estrepitosamente
por un lamentable error de juicio.

Confiado en la probada
ley universal de calibración docente
que postula que el activismo al fondo de la sala
es inversamente proporcional
a la participación del estudiantado arriba en la palestra,
no previó que tenía antes sus ojos
a la infaltable excepción que acompaña toda regla.

El sopor y tedio ambiental
con toda seguridad habían jugado
una mala pasada al maestro,
cooperando de modo crucial
en la desaprensiva y poco acertada elección.

Su dedo apuntó al único candidato
que en esos momentos
estaba en condiciones
de hacer no sólo inoperante su propósito,
sino al que sería capaz de arrastrarlo
a su propio y devastador naufragio.

Atontado como un boxeador
que recibe el impacto contundente
que lo derriba de un golpe,
se quedó por algunos instantes
que se hicieron eternos,
paralogizado en medio de la nada,
sin alcanzar a entender muy bien
lo que había ocurrido.

Por su mente pasó quizás,
la dolorosa sensación que se recibe
al tomar plena conciencia
de lo injusta que
puede llegar a ser la carrera docente,
o alcanzó a preguntarse, tal vez,
en qué desgraciado momento
había decidido enfilar su vida hacia
el adiestramiento de aquellas bestias indómitas.

Un convulsionado ambiente
lo trajo de vuelta a la dura realidad
y se vio en la necesidad de intentar restaurar
su autoridad académica damnificada.

Sin demasiada convicción,
realizó erráticos y desesperados esfuerzos
por restituir el orden; un amago de intento
por apagar el contagioso entusiasmo subversivo
que, para entonces, se había extendido a toda la clase,
desperezada en medio de la algarabía reinante.

De improviso, sonó la campana.

Todos salen con ánimo de celebrar
una de las horas más gloriosas
que pueda experimentar el alumnado,
en el alternante escenario cotidiano escolar
que fluctúa desde la escaramuza
o la confrontación más o menos frontal,
a un clima de tregua amistosa
-como el que imperaba en nuestra Guerra de Arauco-
situación en la que se reconocen
la inmensa mayoría de los establecimientos
del sistema educacional chileno de cualquier época.

Porque el verdadero desafío
-cuando se produce la confrontación-
consiste en derrotar al profesor donde es más difícil,
donde más le duele, en su propio terreno, en sus términos:
en el ámbito del conocimiento,
en el de la magia verbal que cautiva,
que los deja perplejos
en un mar de profundas preguntas
y deslumbrados con la belleza
que pueden alcanzar
algunas de las respuestas.

El catedrático se queda un buen rato solo.

El brillo de los minúsculos
rastros de tiza que flotan en el aire,
iluminados por la perezosa luz de la tarde,
son los únicos testigos que le recuerdan
que ha mordido el polvo de la derrota.

Sentado en su silla
se queda mirando hacia ninguna parte.

Luego, recoge sus apuntes,
se incorpora y se encoge de hombros.

Sabe que este traspié será finalmente
nada más que una anécdota estudiantil.

La mediocridad ambiental
no será capaz de derrotarlo.

Él tiene la sartén por el mango:
una audiencia cautiva que necesita la nota.

Aunque, eventualmente,
el profesor no posea grandes luces,
una medida estadística:
la campana de Gauss del subdesarrollo,
lo harán ganar a él, al menos por puntos...

Que afuera los exitosos no sean
necesariamente los más aplicados,
no es cosa que él sienta que le incumba.

Su mundo oscila
entre estas cuatro paredes,
los cuatro rincones de este ring
donde él pone las reglas
y como en el casino,
a la larga es la casa la que gana.

Hasta que llegue ese ansiado día,
en el que sin júbilo, sin pena ni gloria,
pueda finalmente descansar en paz
de esa legión de impertinentes
tábanos con uniforme

1 comentario:

  1. UN RELATO BIEN AMBIENTADO QUE COMPARTO PLENAMENTE CON SU AUTOR, UNA EXCEPCIONAL SECUENCIA DE IMÁGENES ALOJADAS EN EL CORTEX EN ALGUN GRUPO DE NEURONAS...

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