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Una cultura que ha trucado la imaginación, la religiosidad y el arte por esa "comedia de comodidad".‏

IAN MCEWAN dijo que Saul Bellow era el heredero de Dickens, Coetzee lo considera el auténtico gigante de las letras norteamericanas y Martin Amis afirmó que su nombre tiene una errata: en vez de ser Saul debiera ser Soul, alma en inglés. Tampoco exagera Philip Roth al sostener que, junto a Faulkner, el autor de Herzog constituye la columna vertebral de la literatura estadounidense del siglo XX.
Lejos de intimidarnos, esos elogios debieran ser un acicate para conseguir sus libros, más aún ahora que se encuentran en las económicas y a la vez cuidadas ediciones de DeBolsillo. Son obras que continúan siendo un estímulo a nuestra inteligencia y sensibilidad, y un espejo donde se ven reflejadas nuestras existencias. Sus historias están protagonizadas por individuos que luchan por sobrevivir en una ciudad como Chicago, turbulenta, vertiginosa y llena de vida. Es lo opuesto al hogar, que se rige por normas ancestrales y que representa el refugio necesario para tolerar la constante ebullición de la urbe.
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En las novelas de Bellow los personajes discuten de moral y el comportamiento individual es continuamente confrontado con la ética pública. “¿Cómo debe vivir un buen hombre? ¿Qué debe hacer?”, se preguntaba el narrador de su primera obra, El hombre en suspenso.
En Bellow los placeres terrenales -los autos caros, la ropa, los viajes y hoteles- conviven con la necesidad de trascendencia. Pero no todo está al mismo nivel. A la base del humor yace una incomodidad profunda hacia una cultura que ha trucado la imaginación, la religiosidad y el arte por esa “comedia de comodidad”. No es raro que sus personajes se pierdan en devaneos respecto del alma, los ángeles y la muerte. Los muertos, de hecho, están siempre visitando a los vivos, porque gran parte de las historias de Bellow son monólogos interiores que se ven salpicados con recuerdos del pasado: antiguos amigos, familiares y novias que entran y salen, de manera absolutamente libre, mientras el narrador examina su vida, con especial atención a sus tropiezos.
El legado de Humboldt es una de las piedras angulares de su obra. Charlie Citrine reconstruye su relación con Von Humboldt Fleisher, poeta que nunca perdonó que su discípulo alcanzara el éxito en Broadway; o lo que es peor: que se volviera millonario. La novela, por supuesto, nos pasea por Chicago y nos introduce en el presente de Charlie, agobiado por los abogados de su ex mujer, las amenazas de un mafioso al que ofendió en una noche de póker, las aspiraciones de su actual novia y el proyecto de lanzar una revista cultural.
A ratos la estructura dramática flaquea y uno se da cuenta que la novela es un conjunto de escenas. Vamos pasando de un recuerdo a otro, de un diálogo a otro. Pero… qué vitalidad, qué espesor sicológico y qué contagioso entusiasmo. Finalmente, Bellow logra que el destino de cada uno de esos hombres y mujeres nos interese.
Quizá por influencia del cine y del periodismo, hoy se pide que en las novelas “pasen cosas”. Es decir, más velocidad y menos densidad, más aventuras y menos introspección. Leer a Saul Bellow -como a Proust, Tolstoi o Joyce- implica lo contrario. Su grandeza radica, justamente, en la capacidad para mostrarnos los movimientos de la vida interior.

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