por Sergio Urzúa
Diario El Mercurio, domingo 2 de marzo de 2014
Basta encender la televisión para darnos cuenta de lo mal que hablamos los chilenos. Pero si bien el problema es generalizado, lo realmente complejo son las diferencias en el lenguaje en función del origen socioeconómico. Estas van mucho más allá del uso de "pollera" y no "falda", o "teatro" en vez de "cine" que muchos utilizan para diferenciar su "tipo". Los problemas de lenguaje son más profundos y emergen, por ejemplo, en los resultados de la PSU y en cada uno de los Simce. Tome por ejemplo el Simce de cuarto básico en 2011. Los 19 puntos en la prueba de Lenguaje que separan a los niños con madres con menos de 12 años de educación respecto de las más educadas son equivalentes a la brecha entre los colegios municipales y el resto. ¿Dónde están los orígenes de estas diferencias? ¿Pueden revertirlas los colegios? No del todo; por lo menos eso es lo que nos dice la evidencia.
A finales de la década de 1960, cansados de ver el fracaso de los programas educacionales en EE.UU., los académicos B. Hart y T. Risley realizaron un revolucionario estudio: registraron todas las palabras que escuchaba una muestra de niños de entre 7 meses y 3 años de edad. El resultado fue sorprendente. En los primeros mil días de vida, un infante con padres profesionales escuchaba 30 millones de palabras más que uno de una familia pobre. Peor aún, con los años se descubrió que esta brecha explicaba las diferencias en el rendimiento de los niños durante el período escolar. Recientes estudios incluso han demostrado que estas diferencias tempranas en el desarrollo del lenguaje están asociadas a cambios en el volumen del cerebro. ¿Hay algo más irreversible que esto?
Lo que ocurre en los primeros mil días de nuestra vida determina nuestro futuro. Disparidades entre niños se traducen en desigualdades entre adultos. El lenguaje es un claro ejemplo. Pero la transmisión intergeneracional de la desigualdad no se elimina simplemente abriendo salas cuna y jardines infantiles. Esta falacia no es distinta a la de asumir que los problemas en educación superior se resuelven con gratuidad.
Lo positivo es que sabemos dónde invertir: en los hogares más pobres. Programas tempranos integrales y focalizados, en los que la familia juegue un rol clave, son la herramienta más poderosa para alivianar la pesada mochila que significan para miles de chilenos sus mil primeros días.
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