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Oportunismo y nostalgia por Sebastián Edwards


Diario La Tercera, domingo 26 de julio de 2015

En una ocasión, un político conservador 
acusó al economista inglés John Maynard Keynes 
de ser poco consistente con sus puntos de vista y de cambiar de opinión. 

Keynes respondió: “Cuando los hechos y la realidad cambian, 
yo efectivamente cambio mi manera de pensar”. 

Después de una pausa agregó: 
“Y usted, joven, ¿qué hace en esos casos?”.

Recordé esta historia a raíz de los anuncios 
de Michelle Bachelet de hace unas semanas: 
ante la fuerte desaceleración de la actividad económica, 
la Presidenta cambió su manera de ver las cosas 
y decidió alterar el rumbo de su gobierno. 

En vez de avanzar a toda máquina
y en diferentes frentes a la vez, 
definirá prioridades y enfatizará 
aquellas áreas de mayor urgencia para el país.

En principio, este nuevo enfoque 
debiera ser causa de celebración. 

Las cosas andaban mal 
y la Presidenta decidió alterar la ruta. 

Esto refleja un grado de pragmatismo y sabiduría 
no siempre visto entre los políticos nacionales. 

Pero en vez de elogios, 
Michelle Bachelet ha recibido 
un diluvio de críticas.

El problemas es que no está claro 
si este es un repliegue táctico 
-y, por tanto, susceptible de ser revertido 
si las condiciones vuelven a cambiar-, 
o si es una corrección de fondo que nace 
de reconocer que el plan de acción 
de los primeros 18 meses 
estaba basado en dos grandes errores: 
por una parte, en una mala lectura 
de lo que quiere el país y, por otra, 
en una incapacidad por entender
 cómo funciona un sistema 
capitalista moderno en democracia.

Y mientras no se aclare 
cuál es el verdadero motivo 
detrás del cambio de dirección, 
la economía seguirá afectada 
por la incertidumbre 
y funcionando a media máquina. 

Esta situación sólo cambiará 
cuando la Presidenta declare 
que esta no es una medida oportunista, 
y reconozca que se trata de un cambio de fondo 
-lo que equivale a aceptar que se cometieron errores-. 

Yo sé que es difícil, 
pero hacerlo sería un signo de grandeza y sabiduría, 
esos atributos que sólo poseen los estadistas.

Incompetencia y“letra chica”

El principal error de este gobierno 
-y sus partidarios en el Congreso- 
es haber pensado que 
la altísima votación de Bachelet 
en las elecciones presidenciales 
era un apoyo completo e irrestricto 
a cada uno de los acápites 
del programa de la Nueva Mayoría.

Cualquier estudiante 
novicio de ciencias políticas 
sabe que ese nunca es el caso. 

Una elección presidencial 
en segunda vuelta 
enfrenta a dos candidatos, 
por lo que ofrece una opción “binaria”, 
una elección entre el blanco y el negro. 

Vale decir, no permite 
que la ciudadanía manifieste 
sus verdaderas preferencias graduadas, 
sus propios matices de gris. 

Los ciudadanos votan 
por una candidata 
porque, en general 
-y no en cada uno 
de los detalles de su programa-, 
la prefieren a la otra. 

La encuentran más cercana y simpática, 
más parecida a gente que conocen, 
porque su temperamento es más agradable 
en comparación con el de su adversaria, 
o porque creen que tiene mayor experiencia 
en eso de gobernar. 

Cuando las opciones son binarias, 
las personas votan sobre bases imprecisas y difusas. 

Nadie lo hace porque apoye en 100% el programa 
o porque esté de acuerdo con la “letra chica” del plan de acción.

Quienes votaron por Michelle Bachelet lo hicieron 
porque querían un país más moderno, inclusivo y tolerante, 
donde se respetara la dignidad de las personas y se cumplieran las leyes. 

Votaron por ella porque deseaban un país con mayor libertad, 
donde no hubiera abusos, por un país más amable 
y con menos segregación y desigualdades. 

Pero, como lo han demostrado una infinidad de encuestas, 
no votaron por cada una de las medidas específicas 
impulsadas por la administración. 

Por ejemplo, no votaron por que se eliminara 
la selección por mérito en el Instituto Nacional 
o porque los estudiantes de la Universidad Central 
quedaran fuera de la gratuidad; 
tampoco votaron porque el sistema tributario 
se transformara en un acertijo imposible de entender, 
y con una dudosa capacidad de recaudar recursos.

El segundo error del gobierno 
fue haber nombrado en puestos clave
a un grupo que resultó ser entusiasta, 
pero poco competente. 

El problema no fue, 
como algunos analistas han sugerido, 
que Rodrigo Peñailillo haya sido 
un muchacho de provincia 
que se vestía con elegancia 
o que Alberto Arenas 
haya venido de un liceo fiscal 
y de una universidad estadounidense poco conocida. 

No, el problema no fue que se tratara de outsiders. 

El problema fue su impericia, 
el que no entendieran que en 
un sistema democrático y capitalista moderno 
hay dos factores que priman y determinan, 
más que ningún otro, el rumbo de la nación: 
la capacidad de implementar un diálogo 
que involucre a la mayoría de las fuerzas políticas, 
y la habilidad por mantener las expectativas 
dentro de ciertos parámetros compatibles 
con el eficiente funcionamiento de la economía 
y una saludable creación de puestos de trabajo.

Desde un comienzo, 
el gobierno sembró incertidumbre, 
y lo que cosechó fue desafecto, 
aprensiones y desaceleración económica. 

También cosechó un desplome en su popularidad.

Nadie debiera sorprenderse por estos resultados. 

Lo anunciamos varias veces en estas mismas páginas. 

Pero no es el momento de vanagloriarse, 
es tiempo de pensar sobre el futuro.

Liberarse de la nostalgia

El gobierno aún tiene tiempo para reagruparse 
y para avanzar en la dirección correcta, 
para moverse hacia la esquiva modernidad 
y hacia ese país amable que tantos anhelan.

Pero para lograr este objetivo se requieren varias cosas. 

Quizás lo más importante es liberarse 
de la nostalgia en la que tantos políticos 
de la Nueva Mayoría se encuentran atrapados, 
y entender que en el siglo XXI se requiere 
de un esquema social y económico 
completamente diferente al que prevalecía en Chile 
antes de la dictadura, o en Europa Occidental 
durante la segunda mitad del siglo pasado.

Lo triste es que ninguna 
de las principales iniciativas del gobierno 
mira hacia el futuro. 

Los grandes proyectos que ha impulsado 
-casi sin excepción- son terriblemente siglo XX. 

Por ejemplo, ni la reforma educativa ni el estatuto docente 
consideran el hecho de que en cinco años la educación 
será completamente diferente a como ha sido 
durante los últimos 150 años. 

Nada en esa legislación prepara a profesores o alumnos 
para un mundo dominado por la enseñanza en línea, 
una enseñanza basada en algoritmos de variada complejidad, 
donde máquinas inteligentes interactuarán con estudiantes 
para crear obras de arte y programas de computación, 
para hacer literatura y para inventar nuevas aplicaciones 
para computadores de distintos tipos.

El desafío es claro: 
o el gobierno se moderniza y mira al futuro, 
o pasará a la historia como 
la última administración del siglo pasado.

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