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Crucificados entre la popularidad y el prestigio, confundidos entre cantidad y calidad‏

El sello de calidad
por Rafael Gumucio 
Diario El Mercurio, Revista de Libros
Domingo 08 de junio de 2014

Hay que mejorar la calidad, 
hay que preocuparse más 
de la calidad del transporte, 
de la salud, de la política, de los impuestos, 
pero sobre todo de la educación. 

Calidad ante todo, sobre todo, calidad. 

La discusión se llena muy luego 
de cifras y siglas que prueban una vez más 
que se está hablando de lo único 
que los técnicos pueden 
a ciencia cierta verificar: la cantidad. 

Para los economistas 
la confusión de ambos términos 
es más o menos inevitable. 

En el mercado la calidad 
suele transformarse 
en cantidad y viceversa. 

Un buen producto vale 
generalmente más que uno malo; 
un producto malo, pero popular, 
puede terminar por adquirir 
con los años un aura de calidad. 

El estudio de esa metamorfosis 
es el centro de la ciencia económica. 

En literatura (y lo mismo en educación), 
una obra maestra no se vende más cara 
que un best seller, y un best seller 
no se convierte en una obra maestra 
por el solo hecho de vender mucho. 

En algún momento de su azarosa vida, 
El Quijote pasó de ser un gran chiste a un clásico, 
y de un clásico a un barómetro de calidad. 

Esta metamorfosis ocurrió un siglo después 
de la publicación del libro, en Inglaterra y en Francia. 

Una serie de críticos leyeron otro libro 
completamente distinto al que Cervantes escribió. 

Los críticos no hubiesen tenido éxito 
en inventar un nuevo Quijote 
si los lectores no hubiesen obligado 
a reimprimir el libro lo suficiente 
para que llegara a sus manos. 

Stendhal, al revés, 
desapareció del mapa por cincuenta años 
hasta que por azar un grupo de lectores 
que también eran escritores 
lo convirtieron en su santo y seña. 

No fue sin embargo 
más que un capricho 
para un puñado de gente feliz, 
hasta que la masa de los lectores 
aceptó la recomendación de los críticos 
y lo convirtió en un clásico. 

Un libro popular 
que se convierte en culto, 
un libro de culto 
que se convierte en popular; 
en ambos casos, 
la calidad no es un ente abstracto, 
algo inmanente al libro, 
sino el resultado de un pacto lento y progresivo 
entre la élite intelectual y los lectores. 

Leemos, al leer El Quijote o Rojo y Negro , 
ese pacto que desfigura el libro, 
pero también lo llena 
de otros sentidos inesperados 
que van cambiando todo el tiempo. 

Un clásico es así, 
al revés de lo que solemos creer, 
un libro que no se termina nunca de escribir, 
que está en perpetuo estado 
de gracia y de emergencia y de sitio. 

Es una propuesta para un posible pacto. 

En la ecuación de la lectura, 
la calidad es una x que convenimos 
en llamar Cervantes o Stendhal
sabiendo que estos nombres 
son solo aproximación 
de una perfección 
que no podemos mirar a los ojos. 

No sabemos si son realmente 
los mejores autores de ese tiempo, 
sólo sabemos que son los únicos 
en que pudimos ponernos de acuerdo. 

Ese acuerdo 
entre críticos y lectores 
es eminentemente político. 

Cada generación lo renueva y lo cancela 
según todo tipo de leyes impredecibles 
que tienen que ver con 
el clima, el flujo de la moneda, 
las revoluciones y contrarrevoluciones, 
y por cierto también el mercado. 

Es eso lo que hace peligroso el arte, 
la sensación vertiginosa de que ahí 
todo está siempre en discusión, 
que ni los especialistas ni las encuestas 
tienen nunca la última palabra, 
porque no hay nunca una última palabra. 

La calidad fue hasta hace poco en Chile 
como en el mundo, privada, limpia, 
ligera, cocainómana, norteamericana. 
Antes fue francesa, pública, gruesa, vinosa. 

Ahora es una especie de híbrido de ambos mundos, 
un limbo que a ratos más bien parece un pantano. 

Asustados por la falta de referencias, 
buscamos tests, especialistas, 
siglas que nos certifiquen la calidad. 

A nadie se le ocurre recurrir 
a los únicos indiscutibles 
especialistas en calidad: los artistas, 
que viven crucificados 
entre la popularidad y el prestigio. 

En el desprecio que 
la Nueva Mayoría 
y las viejas minorías sienten 
por los artistas y los intelectuales, 
se encuentra quizás la razón 
de la confusión en que se hunde 
una y otra vez el debate público, 
y de modo aún más patético el debate privado. 

No sabemos con qué palabras 
calificar y clasificar lo que nos pasa. 

Tarde comprendemos que las metáforas 
son también una forma de entendernos mejor, 
que los mitos son una manera de explicar lo inexplicable, 
y que casi todo lo que aprendimos 
lo aprendimos de los cuentos de hadas. 

Un debate sobre educación 
que olvida que la educación 
es parte de la cultura (y no al revés), 
se convierte en lo que demasiado a menudo 
se convierten los debates en Chile, 
una eterna exposición de gráficos y eslóganes 
con que nos gusta adormecernos, 
para ver si dormidos 
pasan los cambios sin cambiar nada al final. 

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