La incapacidad para rectificar no es patrimonio de nadie en particular ni de la izquierda. En todo el espectro político se actúa como si el reconocer los errores afectara la propia credibilidad. En realidad, sucede al revés: una persona que se arrepiente es una persona confiable...
Diario El Mercurio, Domingo 04 de enero de 2015
"
Más allá de la opinión favorable o contraria al aborto que uno mantenga, los dichos de la ex ministra Molina no constituyen precisamente un ejemplo de ponderación: "muchas" de las familias "más conservadoras" del país "han hecho" abortar a sus hijas en "todas" las clínicas "cuicas". Hablar así, sin ningún matiz, al bulto, sin dar mayores pistas, resulta inaceptable para alguien que detenta una alta jerarquía. Además, si ella posee datos que comprueban sus aseveraciones, ¿por qué no denuncia? ¿O tiene motivos especiales para encubrir a cuicos y conservadores? Y si no los tiene, ¿no es eso lo que llamamos calumnia?
En todo caso, lo que llama la atención en Helia Molina no es que cometa errores. Tampoco que hable más de la cuenta o que diga cosas injustas o disparatadas: ¿quién está libre de esos desatinos? Lo que sorprende es la complacencia y seguridad con que sostiene que no se arrepiente.
La falta de arrepentimiento es un motivo constante en campos como la música. Resulta difícil olvidar la fuerza con que Rebeca Godoy, esa combativa folclorista, terminaba una hermosa canción, contenida en el disco que grabó antes de morir: "...Y que no me arrepiento". Todo su cuerpo se conmovía y los ojos se le llenaban de lágrimas cuando cantaba estas palabras en público.
El "no me arrepiento" está muy bien en la música, pero en la política y en la vida las cosas son distintas.
No sabemos qué pasó por la mente de la ex ministra cuando dijo esas cosas, pero sí podemos decir que la lógica del "no me arrepiento" es, precisamente, la lógica del fanático. ¿Cómo puede uno pensar que unas afirmaciones tan gruesas, precipitadas y carentes de pruebas no requerirían, al menos, algunos matices?
Tampoco fueron ejemplares las declaraciones de sus correligionarios, que la transformaron en una mártir de la honestidad, por decir lo que piensa. Eso, para algunos parlamentarios, es un gran valor político.
En todo caso, la incapacidad para rectificar no es patrimonio de la izquierda. En todo el espectro político se observa una enorme dificultad a la hora de admitir los propios errores.
¿Por qué resulta tan difícil reconocerlos? Quizá por la misma razón que en la vida diaria. Se piensa que esos reconocimientos afectan la credibilidad, cuando en realidad sucede exactamente al revés. En tiempos en que la política no está precisamente prestigiada, el reconocimiento de los errores es un medio para despertar confianza en el público. Así lo entendió la Presidenta Bachelet en su mensaje de Año Nuevo. Buen comienzo.
Hay, sin embargo, otra razón más profunda que explica la dificultad para admitir errores: la identificación entre el error y la maldad moral. En nuestro país, es frecuente atribuir la conducta política del adversario a su mala voluntad. Si los socialistas promueven una reforma laboral, dicen unos, es porque odian a los empresarios. Si los empresarios se oponen a esa reforma laboral, señalan otros, es porque les interesa explotar a los trabajadores. Ambas clases de explicaciones son muy deficientes, y revelan estrechez mental en quien recurre a ellas. No pretendo negar que haya casos de franca mala voluntad, pero lo normal es, simplemente, que uno y otro estén enfocándose en un aspecto del problema. Si la variable fundamental es el empleo, los empresarios tienen razón; si el centro de la cuestión está en las remuneraciones de los que actualmente están trabajando, entonces la razón la tiene la CUT. Este no es un problema de buenos y malos, sino de quién entiende mejor los diversos aspectos del problema.
Ahora bien, si, como suele suceder, el error se asimila a la maldad, entonces es muy difícil que la gente tenga la hidalguía de reconocer los propios errores. La consecuencia de esta incapacidad es que tenemos una política de mala calidad, llena de conflictos que podrían evitarse si se ejercitara un poco más la capacidad de rectificar. Porque, parafraseando al Quijote, podríamos decir que un buen arrepentimiento es la mejor medicina para la política.
En todo caso, lo que llama la atención en Helia Molina no es que cometa errores. Tampoco que hable más de la cuenta o que diga cosas injustas o disparatadas: ¿quién está libre de esos desatinos? Lo que sorprende es la complacencia y seguridad con que sostiene que no se arrepiente.
La falta de arrepentimiento es un motivo constante en campos como la música. Resulta difícil olvidar la fuerza con que Rebeca Godoy, esa combativa folclorista, terminaba una hermosa canción, contenida en el disco que grabó antes de morir: "...Y que no me arrepiento". Todo su cuerpo se conmovía y los ojos se le llenaban de lágrimas cuando cantaba estas palabras en público.
El "no me arrepiento" está muy bien en la música, pero en la política y en la vida las cosas son distintas.
No sabemos qué pasó por la mente de la ex ministra cuando dijo esas cosas, pero sí podemos decir que la lógica del "no me arrepiento" es, precisamente, la lógica del fanático. ¿Cómo puede uno pensar que unas afirmaciones tan gruesas, precipitadas y carentes de pruebas no requerirían, al menos, algunos matices?
Tampoco fueron ejemplares las declaraciones de sus correligionarios, que la transformaron en una mártir de la honestidad, por decir lo que piensa. Eso, para algunos parlamentarios, es un gran valor político.
En todo caso, la incapacidad para rectificar no es patrimonio de la izquierda. En todo el espectro político se observa una enorme dificultad a la hora de admitir los propios errores.
¿Por qué resulta tan difícil reconocerlos? Quizá por la misma razón que en la vida diaria. Se piensa que esos reconocimientos afectan la credibilidad, cuando en realidad sucede exactamente al revés. En tiempos en que la política no está precisamente prestigiada, el reconocimiento de los errores es un medio para despertar confianza en el público. Así lo entendió la Presidenta Bachelet en su mensaje de Año Nuevo. Buen comienzo.
Hay, sin embargo, otra razón más profunda que explica la dificultad para admitir errores: la identificación entre el error y la maldad moral. En nuestro país, es frecuente atribuir la conducta política del adversario a su mala voluntad. Si los socialistas promueven una reforma laboral, dicen unos, es porque odian a los empresarios. Si los empresarios se oponen a esa reforma laboral, señalan otros, es porque les interesa explotar a los trabajadores. Ambas clases de explicaciones son muy deficientes, y revelan estrechez mental en quien recurre a ellas. No pretendo negar que haya casos de franca mala voluntad, pero lo normal es, simplemente, que uno y otro estén enfocándose en un aspecto del problema. Si la variable fundamental es el empleo, los empresarios tienen razón; si el centro de la cuestión está en las remuneraciones de los que actualmente están trabajando, entonces la razón la tiene la CUT. Este no es un problema de buenos y malos, sino de quién entiende mejor los diversos aspectos del problema.
Ahora bien, si, como suele suceder, el error se asimila a la maldad, entonces es muy difícil que la gente tenga la hidalguía de reconocer los propios errores. La consecuencia de esta incapacidad es que tenemos una política de mala calidad, llena de conflictos que podrían evitarse si se ejercitara un poco más la capacidad de rectificar. Porque, parafraseando al Quijote, podríamos decir que un buen arrepentimiento es la mejor medicina para la política.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
COMENTE SIN RESTRICCIONES PERO ATÉNGASE A SUS CONSECUENCIAS