por Roberto Merino
Diario Las Últimas Noticias
Lunes 19 de enero de 2015
Hace unos días, en una conversación circunstancial,
contaron el caso de un chileno residente en París
que lleva cuarenta años anunciando su vuelta a Santiago.
No ha regresado, según sus amigos,
porque «le da lata hacer la maleta».
Me dio risa escuchar esta brutalidad,
pero creí entender los motivos
del tipo «anclao en París».
Estos consisten simplemente
en que con la edad la energía escasea
y el tiempo pasa muy rápido.
Quizás al refractario individuo
se le fueron dos de las cuatro décadas
de un soplo, mientras trataba de visualizar
su propia situación en el mundo.
Recordé en ese momento otra conversación
que había tenido hacía muy poco:
mi hijo mayor me había estado hablando
con entusiasmo de Nueva York,
aleonándome a viajar a esa ciudad
en el entendido que me gustaría mucho.
Pensé un instante y luego le dije que sí,
que me encantaría ir a Nueva York
siempre que pudiera en la noche
volver a dormir a mi casa.
Me pareció
que con esa respuesta
había logrado dilucidar
un asunto importante
en la esfera personal:
el horror primitivo
de que la noche nos pille
lejos de la covacha.
Mi hijo me comentó algo más:
que cuando ha estado en ciudades extranjeras
le ha causado desolación momentánea
vislumbrar a través de las ventanas de los edificios,
escenas de la vida cotidiana ajena.
Sé por qué: porque en tales circunstancias
se produce un abismo, una sensación
de no pertenencia drásticamente experimentada.
Estuve en Buenos Aires
la última vez hace dos años.
Es una ciudad que me ha cautivado
desde antes de conocerla.
Una ciudad en la que pienso a menudo
y con la cual sueño de vez en cuando.
Pero en esa ocasión,
el avanzar en el taxi a la hora peak,
la hora del crepúsculo,
por la congestionada avenida
que uno toma en Ezeiza,
me vinieron unas ganas imperiosas
de volver sobre mis pasos.
Si me hubieran ofrecido
un vuelo de vuelta a Chile
hubiera aceptado con alegría.
Íbamos cruzando Avellaneda,
si no recuerdo mal,
cuando mi ser anímico
fue invadido por la certeza
de no tener nada que ver
con esas imágenes
por lo demás tan reconocibles:
sol rasante de tintes oxidados,
miles de autos atochados con ansiedad,
con gente que pecha por regresar
cada uno a su casa
tras una jornada de fragor oficinesco.
Me parece que es bueno aceptar las mañas
que tenemos profundamente enraizadas.
Pero aceptando también
que se trata de materia flexible.
Las mañas son,
en este sentido,
una referencia para vivir
no un mandato.
Como las fobias,
nuestras neuróticas aversiones
tienen cierto umbral,
más allá del cual se desvanecen.
Me pasó esa vez en Buenos Aires:
como no tenía posibilidad real
de girar en U y volver al aeropuerto,
tuve que tragarme la angustia
durante un lapso largo.
Gradualmente la acuciante ansiedad
de volver al nido se fue achicando hasta desaparecer.
Librado de ese estruendo mental
pude por fin ingresar con felicidad
por las arboladas calles amarillentas
de la abstracta ciudad de mis afectos.
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