Circo de tres pistas
Si la ya casi perpetua querella que nos enfrenta a Bolivia fuera de menor cuantía, quién sabe, tal vez podríamos sentirnos autorizados para tomar noticia de sus avatares como cosa de farsa o comedia montada para beneficio del respetable público de ambas naciones. Facilitaría el verlo así -sin temer ser acusados de frívolos- recordar que muchísimos de los asuntos más serios encarados por la humanidad han compartido el mismo estilo hilarante que explotaba el cine mudo a base de las torpezas colosales del Gordo y el Flaco. Cualquier estudioso de la historia conocedor de suficientes casos de conflictos, incluyendo las más desastrosas guerras y revoluciones, se ha ya percatado de eso, pero en verdad no se necesita tanta lectura para darse cuenta de cuán torpes manos suelen manejar los más graves asuntos. Asombra averiguar, por ejemplo, que la Primera Guerra Mundial fue precedida por una crisis político-diplomática de casi un mes de duración en el curso de la cual dos tercios de las autoridades de los países involucrados insistieron en mantenerse de vacaciones en sus villas campestres o de crucero en sus yates, mientras el tercio restante iba con paso de polca a darse una vuelta de un par de horas por sus oficinas -era verano- con muy poca o ninguna idea de qué se tramaba o decidía en otras oficinas; para agregar desidia a la negligencia, los más urgentes despachos de las cancillerías eran entregados con días de retraso por calmosos ciclistas y carteros de a pie. No hay, por donde se mire, equivalencia entre la tragedia que costó 20 millones de muertos -amén del fin de una civilización- y el aire de vodevil del período diplomático previo.
La misma falta de seriedad se observa en otras épocas; la guerra Franco-Prusiana, que significó el fin del reinado de Napoleón III, la terminó de empujar, en las puertas misma del Parlamento donde el tema se debatía, una turba parisina vociferando: “¡A Berlín!”; se sabe también que la Toma de la Bastilla la incitó un conocido gacetillero -“agitador” se diría después y “activista” se dice ahora- gritando encaramado en una silla sacada de un café. Y así sucesivamente.
La misma falta de seriedad se observa en otras épocas; la guerra Franco-Prusiana, que significó el fin del reinado de Napoleón III, la terminó de empujar, en las puertas misma del Parlamento donde el tema se debatía, una turba parisina vociferando: “¡A Berlín!”; se sabe también que la Toma de la Bastilla la incitó un conocido gacetillero -“agitador” se diría después y “activista” se dice ahora- gritando encaramado en una silla sacada de un café. Y así sucesivamente.
En el caso de nuestro problema con Bolivia no ha habido últimamente y seguramente no habrá enfrentamientos bélicos que lamentar, pero sí tensiones dañinas que por cierto nunca se sabe cómo terminan. Es, entonces, cuestión de la mayor importancia, pero se ha tratado y se sigue tratando del modo que los siúticos llaman “en clave de comedia”. Es, si se suman las anécdotas, un circo de tres pistas con payasos y acróbatas de todas las variedades para diversión de grandes y chicos.
Evo
Una de las pistas la ocupa Evo Morales y la troupe que lo acompaña en su interminable gira indigenista por el entero circuito del globo. Vestido con una elegante versión siglo XXI de lo que presuntamente usaban los pueblos originarios de la época del Imperio Inca, Evo Morales ha convertido la vieja demanda boliviana de una salida soberana al Pacífico, puerto incluido, en un espectáculo itinerante en exceso lagrimoso y al borde del ridículo. Se pregunta uno, cuando se entera de sus desembarcos en lejanas tierras acompañado por su corte de plañideras, cómo podrían interesarles a los políticos y ciudadanos de Eslovenia o Zambia los calamitosos quejidos del mandatario altiplánico. En Latinoamérica ha tenido más éxito con su número, o más bien le han tributado muestras de simpatía y en algunos casos hasta declaraciones favorables, las cuales no cuestan nada a sus perpetradores, pero que sólo le aportan a Bolivia esa manoseada e inútil mercancía que los progresistas de este mundo, infalibles en su uso de vocablos sonoros, llaman “solidaridad”.
Una de las pistas la ocupa Evo Morales y la troupe que lo acompaña en su interminable gira indigenista por el entero circuito del globo. Vestido con una elegante versión siglo XXI de lo que presuntamente usaban los pueblos originarios de la época del Imperio Inca, Evo Morales ha convertido la vieja demanda boliviana de una salida soberana al Pacífico, puerto incluido, en un espectáculo itinerante en exceso lagrimoso y al borde del ridículo. Se pregunta uno, cuando se entera de sus desembarcos en lejanas tierras acompañado por su corte de plañideras, cómo podrían interesarles a los políticos y ciudadanos de Eslovenia o Zambia los calamitosos quejidos del mandatario altiplánico. En Latinoamérica ha tenido más éxito con su número, o más bien le han tributado muestras de simpatía y en algunos casos hasta declaraciones favorables, las cuales no cuestan nada a sus perpetradores, pero que sólo le aportan a Bolivia esa manoseada e inútil mercancía que los progresistas de este mundo, infalibles en su uso de vocablos sonoros, llaman “solidaridad”.
Cancillería nacional
Lamentablemente la segunda pista la ocupa nuestra Cancillería. Desde tiempos inmemoriales ha sido inexorablemente rigurosa en el arte de meter las patas, adentrarse por caminos sin salida y/o lisa y llanamente poner al país en manos de los buenos o malos oficios de terceros. Si se suman los kilómetros cuadrados perdidos por Chile en el curso de negociaciones parcial o totalmente calamitosas,tendríamos espacio suficiente para inaugurar dos o tres regiones adicionales. Las pérdidas sufridas sólo en parte responden al hecho geopolítico de estar rodeados de tres vecinos con codicias territoriales y a menudo mejor armados y decididos; la torpeza disfrazada de enjundia jurídica y/o pacifista ha sido también protagónica, para no decir nada de cierta timidez lindante con la cobardía.
Lamentablemente la segunda pista la ocupa nuestra Cancillería. Desde tiempos inmemoriales ha sido inexorablemente rigurosa en el arte de meter las patas, adentrarse por caminos sin salida y/o lisa y llanamente poner al país en manos de los buenos o malos oficios de terceros. Si se suman los kilómetros cuadrados perdidos por Chile en el curso de negociaciones parcial o totalmente calamitosas,tendríamos espacio suficiente para inaugurar dos o tres regiones adicionales. Las pérdidas sufridas sólo en parte responden al hecho geopolítico de estar rodeados de tres vecinos con codicias territoriales y a menudo mejor armados y decididos; la torpeza disfrazada de enjundia jurídica y/o pacifista ha sido también protagónica, para no decir nada de cierta timidez lindante con la cobardía.
Un caso clásico, digno de estudio anatómico en todas las cancillerías del mundo, fue la pérdida total e irreparable de Laguna del Desierto. A este cronista le tocó intimar un poco con los protagonistas de la época y puede responsablemente afirmar que en ciertos maletines ministeriales había más presencia de sánguches de palta que de documentos contundentes. Es más, las fronteras se discutían trazando líneas con lápiz BIC en un mapa escolar pegado con chinches en una pared.
En otras ocasiones nos hemos entrampado -Dios no quiera que vuelva a suceder- en melindres y quisquillosidades jurídicas como si las pendencias entre países fueran equivalentes a un juicio por herencia entre los herederos del finado. Es así como tarde o temprano terminamos en cortes internacionales repletas de señoras y caballeros de buenos sentimientos que alimentan sus egos jurídicos y humanitarios con fallos a costa nuestra.
¿Cómo se explica tanta inoperancia y tantos fracasos? En parte, por nuestra difícil posición geográfica, latente y eternamente víctima posible y a veces hasta probable -casi pasó en 1879, en 1974, etc.- de un múltiple cuadrillazo. Desde siempre ha habido ojos ávidos de nuestro balcón al Pacífico y siguen habiéndolos hoy día. El tema está inevitablemente presente, aunque es tácito, suerte de pecado mortal inconfeso. En parte, además, asociado a lo anterior, se debe a políticas de defensa miopes y crédulas -excepto durante el camarín Lagos- de la eficacia del llamado orden mundial, de los tratados y del apoyo externo. Durante décadas se mantuvo la ficción de la amistad y cuasi alianza con Brasil, cuya única intervención eficaz y poco feliz en asuntos tocantes a Chile fue facilitar el Golpe Militar del 73.
No tenemos amigos ni hermanos ni aliados, sino a lo más clientes y proveedores, pero esa simple realidad de las relaciones entre Estados, la cual ya conocían historiadores de hace 2.500 años atrás, es todavía aquí materia misteriosa y/o, como se la acusa, resultado de una reaccionaria “mirada decimonónica”. Bien podrían, dichos analistas, motejar las leyes de la gravitación universal de “mirada del siglo XVII”.
ME-O y Cía
En fin, en la tercera pista tenemos a Marco Enríquez-Ominami y la glamorosa tropa que, ya sea en su compañía o por su propia cuenta, han tragado el anzuelo y cebo de la solidaridad entre los pueblos, la cooperación para un desarrollo conjunto, la justicia entendida como reparar daños producidos hace 100 años o más, el lenguaje o historia que nos une (¿?), etc.
En fin, en la tercera pista tenemos a Marco Enríquez-Ominami y la glamorosa tropa que, ya sea en su compañía o por su propia cuenta, han tragado el anzuelo y cebo de la solidaridad entre los pueblos, la cooperación para un desarrollo conjunto, la justicia entendida como reparar daños producidos hace 100 años o más, el lenguaje o historia que nos une (¿?), etc.
En su visión, la geopolítica no es una ciencia sino una “mirada”; hay entonces miradas obsoletas y miradas “modernas”, miradas fachas y miradas buena onda. La de ellos es buena onda. ME-O la reboza a borbotones.
En una suerte de preestreno de lo que podría ser su presidencia en algún futuro no muy lejano, lo vimos no hace mucho sentado en amplio sillón de alto respaldo, echado para atrás y de piernas cruzadas, en todo muy cómodo, encarando a Evo para tal vez discutir entre compadres detalles de las entregas que se le harían a Bolivia en pro del amor eterno entre los pueblos. La entera escena tenía algo de surrealismo y también de cómico: por un lado un presidente disfrazado de indígena, por otro un joven galán carente de cargo público, pero en postura presidencial. La impresión fue estar asistiendo a una obra de teatro de Ionesco o algún otro fulano especialista en dramaturgia del absurdo.
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