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Practicar la literatura sin prisa alguna: como indagación gratuita y como aliciente de la experiencia, sin tener que cumplir con expectativas ajenas y sin siquiera la pretensión de alguna autonomía estética, quedando como recuerdo solamente una especie de aura afectiva y el residuo de una alegría...‏

La edad del gato
por Roberto Merino
Diario El Mercurio, Revista de Libros
Cuerpo Cultural Artes & Letras
Diario El Mercurio
Domingo 09 de noviembre de 2014


Del tiempo 
en que comencé a escribir 
-tenía quince años- 
no recuerdo mayores contratiempos. 

Quiero decir, 
no me parece que 
el ejercicio de la escritura 
me haya puesto entonces 
de punta con mi familia 
o con la vida doméstica, 
ni que me haya robado 
horas de esparcimiento ni de estudio. 

La neurosis 
era un fenómeno de los adultos 
y de los personajes de las novelas que leía, 
pero no la experimentaba directamente en mi cuerpo.

Quizás es a los quince años 
cuando más nos acercamos 
a la condición del gato, 
esa especie de remolona 
adecuación al tiempo y al espacio 
que nos lleva a despanzurrarnos 
en los sillones o donde nos pillen 
las ganas de no hacer nada. 

Por algún motivo 
entonces parecía 
haber tiempo para todo, 
incluso para perder 
y para recuperar el tiempo mismo. 

Para enamorarse 
y para lamentar el desamor. 

El colegio algo molestaba, 
pero no tanto como 
en los años anteriores, 
pasados ya las turbias 
alternativas iniciales 
del proceso de individuación.

La profesionalización, 
la sistematización 
del oficio de escribir 
implica perder la relación distendida 
con la literatura: perder la gratuidad, 
precisamente por entrar en escena 
factores económicos. 

De la existencia 
de un contrato 
deriva un compromiso. 

De alguna forma 
uno termina poniendo 
fichas en los casilleros 
de las expectativas ajenas.

Estoy hablando, 
de cualquier forma, 
de espejismos psicológicos, 
de neurosis. 

Lo que quisiera es 
recuperar ese lejano momento 
en que -incorporándome 
súbitamente de la posición del gato- 
me ponía a escribir porque sí, 
sin que nadie me lo pidiera, 
sin siquiera la esperanza 
de que alguien iba a leer 
esas páginas mecanografiadas. 

No había ruido en el canal, 
ni necesidad de terminar luego, 
ni obligación de avanzar 
cuando las cosas se ponían aburridas. 

Era la adánica prerrogativa del amateur.

Marcel Duchamp 
pensaba que el artista 
debía ganarse la vida 
en trabajos normales, 
fuera de su disciplina. 

Esto no por moralismo 
en relación al dinero, 
sino por conservar 
una libertad operativa.

Por cierto, 
ninguno de los poemas escritos 
en la época adánica 
ha sobrevivido a los escrutinios 
y a las purgas de la autocrítica. 

Quizás su función 
no era la autonomía estética 
sino más bien servir 
como alicientes de la experiencia. 

El único recuerdo que me queda de ellos 
es una especie de aura afectiva, 
el remanente de una situación favorable, 
el residuo de una alegría.

Lo que el amateurismo preserva 
es la posibilidad 
de practicar la literatura 
como una indagación, 
sin saber por lo mismo 
qué es lo que va 
a encontrar en el camino. 

Si no hay a la vista algo 
de esta ignorancia básica 
no creo que valga la pena 
sumar palabras 
a las miles de millones 
que se generan y se imprimen 
cada día en el mundo. 

La idea sería desplazarse 
siguiendo las pistas 
de un descubrimiento 
vinculado a la propia psiquis 
o al alma colectiva, 
lo que vendría a ser la misma cosa.

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