Invención Superior
En junio, la Fundación Copec-UC, dedicada a fomentar el traspaso de proyectos científicos a tecnología en el área de Recursos Naturales, lanzó su primer concurso dirigido a estudiantes universitarios: Aplica tu Idea. Recibieron 69 propuestas, de las cuales 13 finalistas ganaron dos millones de pesos y un taller de perfeccionamiento del proyecto. Esta semana fueron elegidos los cuatro ganadores, que recibieron otro monto igual, y un pase especial para competir en los certámenes mayores de la fundación, por un premio de hasta 100 millones de pesos. Éstas son las mejores ideas científicas en la educación superior en Chile.
UN “TEST PACK” PARA MAREA ROJA
(Felipe Varea, Cristóbal Aller y Emilia Díaz)
El brazo que se estira tiene tatuado una cadena de siete hexágonos. La tarjeta que entrega tiene el mismo dibujo. Es un ciclo de carbono modificado, y es también el logo de un emprendimiento: Kaitek labs. A Emilia Díaz, estudiante de Ingeniería Civil en Biotecnología en la UC de 23 años, le gusta impresionar con ese detalle: creer tanto en lo que hace como para tener tatuada a su empresa. Que la historia sea al revés, que el logo sea posterior al tatuaje, es algo que sólo aclara si se lo preguntan.
Habla de su gran invento, y lo hace rápido, enérgicamente. Cuenta que ha sido todo tan repentino que el año pasado, luego de ganarse un fondo de 180 millones de Corfo para desarrollar su producto en tres años, tuvo que congelar su carrera. Se queja de que las universidades no dejan otra opción: o supeditar tu idea a la línea de investigación de un profesor, o convertirte en un spin-off, perdiendo la mitad de la patente. Y está convencida de que tiene algo tan bueno entre manos, como para tomar riesgos: una especie de test de embarazo que, al tocar el agua, determina si tiene marea roja. En realidad, por supuesto, es un poco más complejo que eso.
La idea surgió de un ramo que le cambió la vida: Biología Sintética, una materia de vanguardia de la Facultad de Ciencias Biológicas que enseña a utilizar las bacterias como máquinas, modificándolas genéticamente para mejorar procesos biológicos. Díaz, que entonces estudiaba Ingeniería Civil en Computación, le dio un giro a la idea. “Pensé: la bacteria es un computador al que le falta un software y una pantalla”, dice. “Si le logras poner un software -un circuito genérico-, y una pantalla -un cambio que vea el usuario- es un computador”.
Con esa abstracción dando vueltas, se cambió a Biotecnología, y pronto unos compañeros le propusieron un proyecto: modificar una bacteria para que pudiera detectar la saxitoxina, un componente de la marea roja. El desarrollo teórico de esa idea les valió ganar los cinco millones del concurso Jump UC!, y también un rápido quiebre: Díaz quería ocupar ese dinero para postular a Corfo y transformar la idea en algo concreto, pero sus compañeros -cuenta- no estaban dispuestos a arriesgarse. En abril de 2013 ella continuó por su lado.
Se fue de gira por Norteamérica, Europa y Australia, concretando reuniones con empresas marisqueras y expertos en el tema para definir cómo debía ser el producto. Luego volvió, sumó al proyecto a los ingenieros Cristóbal Aller (24) y Felipe Varea (23), jóvenes talentos en cultivo de bacterias, y con ellos se ganó los 180 millones de Corfo para empaquetamiento tecnológico de nuevos negocios. Desde entonces, tiene tres años para hacer realidad lo que en el papel funciona.
El invento, que ya terminó su validación científica, se juega su genialidad en la facilidad de usarlo. La idea es que sea igual que un test de embarazo desechable, pero con una bacteria genéticamente modificada en su interior. Cuando un pescador lo introduzca al mar, la bacteria se pondrá roja al entrar en contacto con las toxinas de la marea roja, o azul si no hay peligro. El invento podría paliar los gastos del gobierno, que hoy supervisa el fenómeno testeando en ratones las zonas de posible presencia, en un proceso que dura alrededor de dos días.
Si logran comprobar la infalibilidad del producto, el plan a futuro es comercializarlo con dos costos: uno barato para el sector público, y otro mayor para privados. Díaz dice que ya tienen contactos en EE.UU. y Europa con empresas interesadas en el desarrollo, y que si todo sale como planean, se imagina un sistema interconectado en todos los puertos de Chile, capaz de monitorear hacia dónde se está moviendo la marea roja.
Pero eso es el futuro. Por ahora tienen sólo un prototipo de plástico, que no parece mucho más que un test de embarazo. Y tres años para que adentro de él viva una bacteria.
Habla de su gran invento, y lo hace rápido, enérgicamente. Cuenta que ha sido todo tan repentino que el año pasado, luego de ganarse un fondo de 180 millones de Corfo para desarrollar su producto en tres años, tuvo que congelar su carrera. Se queja de que las universidades no dejan otra opción: o supeditar tu idea a la línea de investigación de un profesor, o convertirte en un spin-off, perdiendo la mitad de la patente. Y está convencida de que tiene algo tan bueno entre manos, como para tomar riesgos: una especie de test de embarazo que, al tocar el agua, determina si tiene marea roja. En realidad, por supuesto, es un poco más complejo que eso.
La idea surgió de un ramo que le cambió la vida: Biología Sintética, una materia de vanguardia de la Facultad de Ciencias Biológicas que enseña a utilizar las bacterias como máquinas, modificándolas genéticamente para mejorar procesos biológicos. Díaz, que entonces estudiaba Ingeniería Civil en Computación, le dio un giro a la idea. “Pensé: la bacteria es un computador al que le falta un software y una pantalla”, dice. “Si le logras poner un software -un circuito genérico-, y una pantalla -un cambio que vea el usuario- es un computador”.
Con esa abstracción dando vueltas, se cambió a Biotecnología, y pronto unos compañeros le propusieron un proyecto: modificar una bacteria para que pudiera detectar la saxitoxina, un componente de la marea roja. El desarrollo teórico de esa idea les valió ganar los cinco millones del concurso Jump UC!, y también un rápido quiebre: Díaz quería ocupar ese dinero para postular a Corfo y transformar la idea en algo concreto, pero sus compañeros -cuenta- no estaban dispuestos a arriesgarse. En abril de 2013 ella continuó por su lado.
Se fue de gira por Norteamérica, Europa y Australia, concretando reuniones con empresas marisqueras y expertos en el tema para definir cómo debía ser el producto. Luego volvió, sumó al proyecto a los ingenieros Cristóbal Aller (24) y Felipe Varea (23), jóvenes talentos en cultivo de bacterias, y con ellos se ganó los 180 millones de Corfo para empaquetamiento tecnológico de nuevos negocios. Desde entonces, tiene tres años para hacer realidad lo que en el papel funciona.
El invento, que ya terminó su validación científica, se juega su genialidad en la facilidad de usarlo. La idea es que sea igual que un test de embarazo desechable, pero con una bacteria genéticamente modificada en su interior. Cuando un pescador lo introduzca al mar, la bacteria se pondrá roja al entrar en contacto con las toxinas de la marea roja, o azul si no hay peligro. El invento podría paliar los gastos del gobierno, que hoy supervisa el fenómeno testeando en ratones las zonas de posible presencia, en un proceso que dura alrededor de dos días.
Si logran comprobar la infalibilidad del producto, el plan a futuro es comercializarlo con dos costos: uno barato para el sector público, y otro mayor para privados. Díaz dice que ya tienen contactos en EE.UU. y Europa con empresas interesadas en el desarrollo, y que si todo sale como planean, se imagina un sistema interconectado en todos los puertos de Chile, capaz de monitorear hacia dónde se está moviendo la marea roja.
Pero eso es el futuro. Por ahora tienen sólo un prototipo de plástico, que no parece mucho más que un test de embarazo. Y tres años para que adentro de él viva una bacteria.
MATAR AL INVASOR
(Mario Castillo y Trinidad Schlotterneck)
Lo primero fue el asco. Poner un pie en el río Puelo, a tres horas de Puerto Varas, sentirlo sumergirse en la mucosidad, y querer salir corriendo de allí. Ése fue el contacto inicial de Trinidad Schlotterbeck, estudiante de 24 años de Ingeniería Industrial en Bioprocesos en la UC, con el didymo, el alga invasiva que desde hace cuatro años ha cubierto los ríos chilenos desde el Bío Bío hasta Magallanes, y para la que aún no hay una solución. Entonces recordó los afiches en el aeropuerto, y los folletos que había recibido, recordando pasar por cloro la ropa luego de salir del río, para no seguir propagando un alga que puede vivir 40 días fuera del agua, y que reduce en un 44% el crecimiento de los peces, tanto como aumenta en un 50% sus enfermedades.
También recordó otra cosa: los recipientes del programa “Remover, lavar y secar” del gobierno, que vio a la entrada de varios ríos de la zona, instalados para que las personas limpien sus ropas con cloro al salir del río, para luego dejarlas secando 48 horas al sol. Ésa es la idea, pero lo que ella vio fue que eran usados como basureros. Volvió a Santiago con una idea en mente: investigar una forma más fácil, y menos dañina para el medioambiente, de acabar con la mucosidad invasora.
Sin posibilidad de acceder a laboratorios de su universidad, se instaló hace ocho meses en el garaje de su casa, y reclutó a dos expertos motivados con la idea: el bioquímico de la UC, Mario Castillo, y el veterinario de la U. de Chile, Hernán Cañón. Consiguieron algunos microscopios, compraron colorantes, y empezaron a probar fórmulas. La clave, entendieron luego de hacer algunos tours preguntando a los pescadores de la zona, era conseguir algo de fácil uso y que no tuviera cloro, porque si dañaba los equipos de pesca rápidamente sería ignorado.
Hoy ya tienen el primer prototipo: un spray natural y biodegradable, conseguido con ingeniería genética, que es capaz de matar al alga en 15 minutos, luego de ser rociado sobre la ropa. No revelan de qué está compuesto -porque aún no tienen el dinero suficiente para defender una patente-, pero ya están comenzando a realizar las pruebas del Instituto de Salud Pública para una futura comercialización en Chile y en el extranjero. Sólo en Nueva Zelanda, país afectado desde 2004, el didymo ha generado pérdidas estimadas en 300 millones de dólares.
Una vez validado el producto, la meta más ambiciosa es afinarlo tanto que sea posible echarlo a los ríos para acabar completamente con la plaga, sin afectar a otros organismos vivos. Para entonces, esperan ya no estar en el garaje, sino escribir la historia en su propio laboratorio.
También recordó otra cosa: los recipientes del programa “Remover, lavar y secar” del gobierno, que vio a la entrada de varios ríos de la zona, instalados para que las personas limpien sus ropas con cloro al salir del río, para luego dejarlas secando 48 horas al sol. Ésa es la idea, pero lo que ella vio fue que eran usados como basureros. Volvió a Santiago con una idea en mente: investigar una forma más fácil, y menos dañina para el medioambiente, de acabar con la mucosidad invasora.
Sin posibilidad de acceder a laboratorios de su universidad, se instaló hace ocho meses en el garaje de su casa, y reclutó a dos expertos motivados con la idea: el bioquímico de la UC, Mario Castillo, y el veterinario de la U. de Chile, Hernán Cañón. Consiguieron algunos microscopios, compraron colorantes, y empezaron a probar fórmulas. La clave, entendieron luego de hacer algunos tours preguntando a los pescadores de la zona, era conseguir algo de fácil uso y que no tuviera cloro, porque si dañaba los equipos de pesca rápidamente sería ignorado.
Hoy ya tienen el primer prototipo: un spray natural y biodegradable, conseguido con ingeniería genética, que es capaz de matar al alga en 15 minutos, luego de ser rociado sobre la ropa. No revelan de qué está compuesto -porque aún no tienen el dinero suficiente para defender una patente-, pero ya están comenzando a realizar las pruebas del Instituto de Salud Pública para una futura comercialización en Chile y en el extranjero. Sólo en Nueva Zelanda, país afectado desde 2004, el didymo ha generado pérdidas estimadas en 300 millones de dólares.
Una vez validado el producto, la meta más ambiciosa es afinarlo tanto que sea posible echarlo a los ríos para acabar completamente con la plaga, sin afectar a otros organismos vivos. Para entonces, esperan ya no estar en el garaje, sino escribir la historia en su propio laboratorio.
LAS POLILLAS Y EL MICROSCOPIO
(Gisella Gallardo y Josinna del Carmen)
La historia comienza una tarde de junio en la biblioteca de la sede Santiago de la Universidad Santo Tomás, cuando la estudiante de Biotecnología, Josinna del Carmen, de 22 años, le dice a su compañera, Gisella Gallardo, que se le ha ocurrido una idea. Pero también empieza diez años antes, cuando Josinna recibe un regalo extraño de su madrina y que apenas intuye para qué sirve: un microscopio. Entonces se obsesiona, comienza a robarle tiempo a sus tardes atendiendo el almacén familiar en La Granja, para hacer experimentos. Hormigas, hojas, cualquier cosa que quepa en el lente.
Pronto se transformó en la mejor en Biología de su colegio, Santa María de La Florida, sus padres le compraron libros por el computador que no tenían, y ella se fascinó con la ingeniería genética. Fue la primera de su familia en entrar a la universidad, y allí conoció a Gisella, una chica de la localidad de El Monte, que había egresado de un liceo técnico como parvularia, y que años después, trabajando en un jardín infantil, había conocido la ciencia. En la universidad se hicieron amigas. El primer semestre de este año ambas coincidieron en Biotecnología Agropecuaria, y allí, para aprobar, tenían que dar solución a algún problema de Chile. A una semana del cierre no se les ocurría nada. Desesperadas, se encerraron en la biblioteca dispuestas a no salir de allí sin una idea.
A las diez de la noche empezó la historia: Josinna le dijo a su compañera que acababa de leer en internet sobre una plaga que parecía bastante seria: la Lobesia brotana, una polilla que hoy afecta a la industria de la uva, con presencia en decenas de miles de hectáreas, y cuyo combate ha requerido una inversión de siete mil millones sólo en 2014. Les pareció que lograr algo allí era garantía de una buena nota. Josanna propuso hacer uvas transgénicas, pero en Chile no está permitido. Luego de hablar con sus profesores, comenzó a tomar forma una idea más sofisticada: utilizar los genes de proteínas de una bacteria y de dos arañas para generar la muerte de la polilla invasora.
La idea bastó para pasar el ramo, pero luego, como les había pasado con otros proyectos, quedaron estancadas. Los laboratorios de la universidad no tenían la tecnología para desarrollar algo como eso, ni ellas dinero para hacerlo por su cuenta. Ya tenían escogidas las tres toxinas con que matarían a la polilla -según sus datos, más rápidamente que los actuales insecticidas-, el virus en que las transportarían, y una idea del producto: un bioinsecticida en polvo, lo suficientemente fino para arrasar con la Lobesia sin tocar siquiera a los otros insectos. Pero no tenían equipos.
Cuando se enteraron del concurso, alertadas por una profesora, quedaban pocas horas para cerrar la postulación, y sólo alcanzaron a grabarse con un celular, con la pared de la pieza de Gisella de fondo, explicando su solución con más nervios que convicción. Cuando les dijeron que habían sido una de las 13 finalistas de la primera ronda, tardaron varios días en convencerse de que no era una broma. Luego se abrazaron. Días antes de saber que ganarían el concurso, aseguraban que, de lograrlo, gastarían hasta el último peso que recibieran en hacer las primeras pruebas para probar que sus toxinas son tan letales como piensan. Decían, sin creer mucho en sus posibilidades, que si eso pasara, al fin podrían acceder a los microscopios.
Pronto se transformó en la mejor en Biología de su colegio, Santa María de La Florida, sus padres le compraron libros por el computador que no tenían, y ella se fascinó con la ingeniería genética. Fue la primera de su familia en entrar a la universidad, y allí conoció a Gisella, una chica de la localidad de El Monte, que había egresado de un liceo técnico como parvularia, y que años después, trabajando en un jardín infantil, había conocido la ciencia. En la universidad se hicieron amigas. El primer semestre de este año ambas coincidieron en Biotecnología Agropecuaria, y allí, para aprobar, tenían que dar solución a algún problema de Chile. A una semana del cierre no se les ocurría nada. Desesperadas, se encerraron en la biblioteca dispuestas a no salir de allí sin una idea.
A las diez de la noche empezó la historia: Josinna le dijo a su compañera que acababa de leer en internet sobre una plaga que parecía bastante seria: la Lobesia brotana, una polilla que hoy afecta a la industria de la uva, con presencia en decenas de miles de hectáreas, y cuyo combate ha requerido una inversión de siete mil millones sólo en 2014. Les pareció que lograr algo allí era garantía de una buena nota. Josanna propuso hacer uvas transgénicas, pero en Chile no está permitido. Luego de hablar con sus profesores, comenzó a tomar forma una idea más sofisticada: utilizar los genes de proteínas de una bacteria y de dos arañas para generar la muerte de la polilla invasora.
La idea bastó para pasar el ramo, pero luego, como les había pasado con otros proyectos, quedaron estancadas. Los laboratorios de la universidad no tenían la tecnología para desarrollar algo como eso, ni ellas dinero para hacerlo por su cuenta. Ya tenían escogidas las tres toxinas con que matarían a la polilla -según sus datos, más rápidamente que los actuales insecticidas-, el virus en que las transportarían, y una idea del producto: un bioinsecticida en polvo, lo suficientemente fino para arrasar con la Lobesia sin tocar siquiera a los otros insectos. Pero no tenían equipos.
Cuando se enteraron del concurso, alertadas por una profesora, quedaban pocas horas para cerrar la postulación, y sólo alcanzaron a grabarse con un celular, con la pared de la pieza de Gisella de fondo, explicando su solución con más nervios que convicción. Cuando les dijeron que habían sido una de las 13 finalistas de la primera ronda, tardaron varios días en convencerse de que no era una broma. Luego se abrazaron. Días antes de saber que ganarían el concurso, aseguraban que, de lograrlo, gastarían hasta el último peso que recibieran en hacer las primeras pruebas para probar que sus toxinas son tan letales como piensan. Decían, sin creer mucho en sus posibilidades, que si eso pasara, al fin podrían acceder a los microscopios.
Como al comienzo de esta historia.
BUSCADORES DE PROBLEMAS
(Nicolás Morelli)
Lo que unía a Nicolás Morelli y a Juan Ignacio Ojeda era una molestia común. Un tema que los dos estudiantes de Ingeniería Industrial en la Universidad Federico Santa María solían tocar en sus conversaciones: la torpeza país de no imaginar qué hacer con el cobre más que lingotes o calcetines antibacterianos. Ése fue el punto de partida, y el camino que tomaron fue el más práctico posible: decidieron salir a la industria agropecuaria a preguntar dónde había problemas que pudieran ser solucionados a través del cobre. Y comenzaron a solucionarlos.
Tuvieron un par de intentos fallidos. Lo primero que probaron fue un bebedero de cobre para vacas, para protegerlas de la diarrea mortal, pero pronto se enteraron de que muy pocas morían de eso. Luego pensaron hacer con cobre un pañal de ubres, para protegerlas de la mastitis, una enfermedad inflamatoria que reduce la leche. Pero los campesinos les explicaron lo poco práctico que era tener vacas con pañales. Afinaron la mira: idearon pezoneras de cobre, y éste invento sí le interesó a la industria. De hecho, están desarrollando un prototipo en Córdoba, que ya fue validado científicamente, y están en proceso de comenzar a testearlo en lecherías.
Tras ese primer golpe, decidieron disparar más arriba. Se formalizaron como emprendimiento, con el nombre Vacuch, reclutaron a la doctora en biotecnología Marcela Carvajal y a Alejandro Bravo, un ex asesor del SAG recientemente retirado, y decidieron seguir buscando problemas, pero ahora en la industria salmonera, que desde 2007 ha perdido 7 mil millones por presencia de patógenos o virus en sus productos. Encontraron uno: los brotes de infecciones que se pueden producir en el proceso de fileteo del salmón -poco frecuentes, pero económicamente devastadores-, que hoy las salmoneras combaten llenando las salas con espuma con cloro y amoniaco.
La propuesta de los estudiantes -más barata y saludable- es crear polímeros hechos de cobre y teflón, una especie de tabla de cocina antibacteriana. Luego de sondear la industria, hoy están en el mismo proceso que ya hicieron con las pezoneras: analizando el proceso productivo, para lograr que una empresa ya establecida de tablas de cocina pueda encargarse de realizar sus productos. Luego harán un primer prototipo, y lo afinarán para que el desprendimiento de cobre no implique consumir más de dos gramos al año, el máximo permitido por los organismos de salud.
Si todo está en orden, piensan licenciarlo para venderlo a las salmoneras, y también para uso doméstico y en restaurantes. Luego de eso, dicen, harán lo de siempre: buscar otro problema.
Tuvieron un par de intentos fallidos. Lo primero que probaron fue un bebedero de cobre para vacas, para protegerlas de la diarrea mortal, pero pronto se enteraron de que muy pocas morían de eso. Luego pensaron hacer con cobre un pañal de ubres, para protegerlas de la mastitis, una enfermedad inflamatoria que reduce la leche. Pero los campesinos les explicaron lo poco práctico que era tener vacas con pañales. Afinaron la mira: idearon pezoneras de cobre, y éste invento sí le interesó a la industria. De hecho, están desarrollando un prototipo en Córdoba, que ya fue validado científicamente, y están en proceso de comenzar a testearlo en lecherías.
Tras ese primer golpe, decidieron disparar más arriba. Se formalizaron como emprendimiento, con el nombre Vacuch, reclutaron a la doctora en biotecnología Marcela Carvajal y a Alejandro Bravo, un ex asesor del SAG recientemente retirado, y decidieron seguir buscando problemas, pero ahora en la industria salmonera, que desde 2007 ha perdido 7 mil millones por presencia de patógenos o virus en sus productos. Encontraron uno: los brotes de infecciones que se pueden producir en el proceso de fileteo del salmón -poco frecuentes, pero económicamente devastadores-, que hoy las salmoneras combaten llenando las salas con espuma con cloro y amoniaco.
La propuesta de los estudiantes -más barata y saludable- es crear polímeros hechos de cobre y teflón, una especie de tabla de cocina antibacteriana. Luego de sondear la industria, hoy están en el mismo proceso que ya hicieron con las pezoneras: analizando el proceso productivo, para lograr que una empresa ya establecida de tablas de cocina pueda encargarse de realizar sus productos. Luego harán un primer prototipo, y lo afinarán para que el desprendimiento de cobre no implique consumir más de dos gramos al año, el máximo permitido por los organismos de salud.
Si todo está en orden, piensan licenciarlo para venderlo a las salmoneras, y también para uso doméstico y en restaurantes. Luego de eso, dicen, harán lo de siempre: buscar otro problema.
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