El camino largo a la emoción
Quizás pocas veces una cinta chilena fue de menos a más con la resolución que lo hace Aurora, la película ganadora del último Sanfic. Esa misma evolución es la que ha tenido Rodrigo Sepúlveda, su director, que debutara el 2001 con el largometraje Un ladrón y su mujer hasta esta nueva realización, pasando entremedio por Padre nuestro, del 2007. Es normal que los cineastas vayan ganando seguridad y aplomo. Pero nunca hay que dar por descontado que puedan o deban llegar necesariamente a las alturas a las cuales se empina el tramo final de Aurora. De esto hay pocos precedentes en el cine chileno y -no nos engañemos- la verdad es que tampoco son tantos en la cartelera regular.
Lo interesante, lo provocativo, lo inédito, es que Sepúlveda llega a ese nivel no por el camino corto -por así decirlo- sino por una ruta que es larga, accidentada y difícil. Lo más fácil para quienes nos gusta un cine tributario de las emociones era haber contado la historia desde el punto de vista de la protagonista y haber multiplicado los rasgos del personaje para que nos fuera simpática y no tardáramos en identificarnos con ella. La película, sin embargo, le da un portazo a esa estrategia. El personaje que encarna la actriz Amparo Noguera es duro, distante, impenetrable. Tiene pocos registros y demora quizás más de la cuenta en establecer nexos de complicidad con la audiencia. Entendemos el propósito que la mueve (darle sepultura a una guagua que encontraron muerta en un basural), admiramos seguramente su tenacidad, pero no cabe duda que nos alejamos de ella a medida que su empeño se va convirtiendo primero en obsesión, después en compulsión y al final en algo quizás más grave, todo lo cual que la desestabiliza en su trabajo, luego en su matrimonio y hacia el desenlace -llegamos a temerlo- en su propio equilibrio mental.
Pero la película persiste en esa dirección y lo notable es que al final sale ganando. Sale ganando por dos conceptos. Porque la emoción a la que se llega por el camino largo es más perdurable y tiene otra jerarquía. Y porque la puesta en escena de Rodrigo Sepúlveda se la juega abiertamente por el distanciamiento. Mucho más que en primeros planos, mucho más que en lagrimones en cámara, el drama de la cinta se despliega en planos generales largos y casi abstractos. Abstractos, no obstante que la secuencia final, la del funeral, una vez que la protagonista consigue que el enjambre burocrático, legal y judicial chileno le entregue el cadáver de la guagua, está entre lo más potente emocionalmente que se ha visto en la pantalla en bastante tiempo. Es cierto que la composición de lugar que se hace la protagonista es muy desgarradora: si tantas son las dificultades para adoptar a un niño vivo, por qué desechar entonces la ocasión de adoptar uno muerto. Eso es fuerte, por cierto.
Lo es mucho más, sin embargo, en función de la lejanía con que vemos el cortejo, del imponente marco geográfico que contextualiza la situación y de la majestuosa serenidad que trasuntan esos planos rotundos.
Es más bien poca el agua que el cine chileno ha acumulado en los dominios más intensos o profundos de la emoción. Se ha hecho ya una costumbre que los personajes de nuestras películas terminen -poco más o poco menos- tal como empezaron. Y es una distorsión (más que eso, una perversión) que eso mismo ocurra con nosotros los espectadores: salimos de las películas tal como entramos. Aquí no. Ya era hora: Aurora rompe semejante cadena de continuidades. Después de verla, difícilmente quedaremos igual.
Es más bien poca el agua que el cine chileno ha acumulado en los dominios más intensos o profundos de la emoción. Se ha hecho ya una costumbre que los personajes de nuestras películas terminen -poco más o poco menos- tal como empezaron. Y es una distorsión (más que eso, una perversión) que eso mismo ocurra con nosotros los espectadores: salimos de las películas tal como entramos. Aquí no. Ya era hora: Aurora rompe semejante cadena de continuidades. Después de verla, difícilmente quedaremos igual.
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