Los problemas que ha estado afrontando la cartera de Educación en las últimas semanas no provienen de los colegios ni tampoco de los estudiantes y profesores. Mucho menos de la oposición. Provienen exclusivamente de la administración: aquí hay un déficit de gestión política y técnica. Los tropiezos entonces no están relacionados con la envergadura del desafío o las complejidades de la educación. Hasta aquí, para decirlo en simple, son evidencias de mal gobierno.
La sensación de desconcierto en el sector es muy superior a la de hace tres meses, cuando todo Chile coincidía en que efectivamente aquí teníamos un problema tanto de eficiencia como de justicia. De eficiencia porque nadie está conforme con el rendimiento de los egresados después de 12 años de estudios y, también, porque lo poco que gastamos en educación no logra corregir -no al menos a la velocidad que quisiéramos- las desigualdades que los estudiantes traen al momento del acceso. Y de justicia porque, tal como han evolucionado las cosas, el sistema presenta distorsiones impresentables que han ido dejando cada vez más a la intemperie a los estratos más vulnerables, lo cual significa que tenemos un sistema donde, más allá de contadas excepciones, hay mala educación para pobres, educación regular para sectores medios y educación algo mejor para grupos acomodados. Esto no hace otra cosa que reproducir las enormes brechas de la estratificación social.
El diagnóstico oficialista es que todo esto es producto de la segregación y el lucro. Por eso sus primeras iniciativas de reforma están orientadas a desmontar lo que el ministro llama la mercantilización de la educación. Su prioridad es sacarla del ámbito del mercado y reconocerla como derecho social universal.
Es cierto que tanto la segmentación como el lucro son factores que están presentes en el sistema. Pero hay mucho de voluntarismo en querer reducir el problema de la educación chilena únicamente a estas variables. Antes de ser segregada o lucrativa, la educación pública chilena tiene un muy dramático problema de calidad que, en la medida en que afecta en proporciones similares tanto a establecimientos municipales y particulares subvencionados sin fines de lucro como a establecimientos con fines de lucro, desmiente que la culpa de todo esté en la variable ganancias o utilidad de los sostenedores.
El primer gran problema, entonces, parece ser la insuficiencia del diagnóstico oficialista. Es esto lo que explica que la reforma haya partido por los aspectos estructurales del sistema: no al lucro, al copago y a la selección. A lo mejor por algún lado había que partir.
El gran temor que generan estos proyectos, sin embargo, más allá del estrés que producen en las escuelas y las familias, es que, una vez que se aprueben, los estándares de la educación chilena sigan igual. Porque más que tributos a una educación de calidad, son tributos a una ideología que desconfía de lo que ha hecho o pueda contribuir el sector privado a la educación.
El segundo gran problema ha sido el carácter del ministro.Eyzaguirre proviene de un riñón de la izquierda donde se junta mucho de lo peor de Chile. Clase y arrogancia. Es cierto que lo pusieron al frente de un área donde la Nueva Mayoría, aparte de un puñado de consignas, tenía pocos planteamientos y elaboraciones. Tuvo que partir prácticamente de cero. Pero lejos de apelar a quienes dentro de la propia coalición han pensado más en los dilemas de la educación, prefirió partir por inventar una fórmula para hacer efectiva la promesa de una educación sin lucro. Lo hizo aun a riesgo de que la maldita fórmula terminara tragándose gran parte de los recursos que la opinión pública suponía que iban a financiar educación de mejor calidad. Curiosa manera de debutar. Más impuestos para terminar comprándoles los colegios a los sostenedores.
Los desencuentros a que dio lugar ese planteamiento inicial, unidos a los reparos al programa puente para eliminar el copago de aquí a 10 años y a la imprudencia de las declaraciones del propio ministro Eyzaguirre en las últimas semanas, son lo que tiene al gobierno ante una pista pesada. Se sabía que esto iba a ser así, porque la cartera de Educación es complicada. Lo que no se sabía es que la Nueva Mayoría no tiene un pensamiento común en estas materias. Pero ni siquiera esto es lo que hace rasgar vestiduras. El verdadero escándalo está en que ni la Presidenta ni sus ministros se hagan cargo de la necesidad de reconocer y resolver esas divergencias.
Es posiblemente por efecto de eso que la situación actual tiene mucho de punto muerto. Nadie sabe cuándo ni cómo van a salir los proyectos presentados. El ministerio tampoco ha entregado una hoja de ruta de la reforma. Ni siquiera sabemos qué viene después. A todo esto, se debilita la confianza, que admite equivocaciones pero no cantinfladas, y tolera el error pero no la chapucería. Luego de lo ocurrido con la reforma tributaria, el gobierno vuelve a tropezar con la piedra del trabajo mal hecho.
Al final, la confianza es el único insumo realmente imprescindible para acometer una transformación de estas proporciones. Los que saben de esto dicen que cuesta un mundo ganarla. Y que nada es más fácil que perderla.
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