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Una nueva mirada a Philip Symour Hoffman y "Synecdoche, New York": Zambullirse de cabeza en la nada, integrándose y acogiéndose a un todo que cuidadosamente imaginó, pero que ahora lo imagina a él...‏


UNA NUEVA MIRADA Philip Seymour Hoffman 

y "Synecdoche, New York":
Zambullirse en la nada, en el todo

La muerte del actor más talentoso de su generación ilumina la que fuera la más audaz de sus películas. Un hueso duro de roer, pero destinado a perdurar.  

Por Christian Ramírez 
Diario El Mercurio, domingo 16 de febrero de 2014

Rara es la oportunidad de poder volver al pasado reciente y observar con distancia una película o actuaciones que pasaron desapercibidas, y que de a poco se han revelado como fundamentales. No siempre se hace con alegría: hace un par de semanas, ríos de tinta corrieron al respecto, con motivo de la muerte de Philip Seymour Hoffman por sobredosis de heroína. Y a medida que los detalles del deceso se iban conociendo, lo propio ocurría con porciones de una vasta filmografía que de golpe quedaba trunca y adquiría un sentido y profundidad nuevas, sobre todo en sus zonas menos transitadas.
En poco más de veinte años, Hoffman se las había arreglado para liberar un torrente de humanidad repartido en decenas de papeles secundarios, sea en producciones independientes, adaptaciones de Broadway o más de algún blockbuster . Se puso a las órdenes de cineastas brillantes -Paul Thomas Anderson, los hermanos Coen, David Mamet, Mike Nichols, Spike Lee-, salió victorioso en apuestas insólitas y se echó al hombro películas que habrían naufragado sin su presencia (ver recuadro). Y claro, todo eso y más salió a la luz a la hora del recuento, pero entre lo más sorprendente de esa montaña de tributos fue verificar el respeto ganado por "Synecdoche, New York", un filme que hace seis años apareció y desapareció de cartelera antes que el propio público del actor se diera cuenta, y que en ese lapso ha ido situándose con toda justicia no solo al centro de su canon, sino al corazón mismo del cine contemporáneo.
Filmada en 2007, en apretadas nueve semanas, la película iba a ser la tercera colaboración entre Spike Jonze y el guionista Charlie Kaufman, después de "¿Quieres ser John Malkovich?" (1999) y "Adaptation" (2002). Sony Classics se había acercado a ellos con la idea de hacer un filme de terror y en la medida que Kaufman lo iba moldeando, el proyecto se iba haciendo más y más personal, tanto así que Jonze optó por bajarse y el libretista por asumir que esta sería su primera película como realizador. Y ahí entra Hoffman, no como otro alter ego de Kaufman -Nicholas Cage ya había cumplido ese rol, en Adaptation- sino en el papel de Caden Cotard, un oscuro director de teatro regional que a sus cuarenta años (la misma edad que el actor tenía al momento del rodaje) se encuentra atrapado dentro de un cuerpo que parece somatizar cada una de sus crisis de mediana edad: el matrimonio que se le cae a pedazos, la creatividad que se va a pique y el liderazgo de una compañía, que más que un trabajo parece ser un autoimpuesto castigo.
No es una visión agradable, la de Caden; pero Hoffman se entrega a ella sin la menor concesión o asomo de ego actoral, y no porque lo conciba como un hombre vulgar y corriente, sino porque captó intuitivamente que lo que lo vuelve excepcional es su capacidad para hacer consciente su propia miseria, la que se manifiesta con furia cuando su mujer, una pintora de elaborados cuadros microscópicos, lo abandona para convertirse en una estrella en Berlín, llevándose a la hija de ambos y cortando todo contacto, como si su marido nunca hubiera existido. Es sumergido en el fondo de ese pozo que, irónicamente, la carrera de Cotard topa techo: le otorgan la millonaria beca MacArthur que -en teoría- le permite realizar el proyecto que quiera, sin importan tamaño o ambición.
Y vaya que la tiene. El tipo pretende recrear la vida misma, en cada glorioso y patético detalle. Alojado dentro de un inmenso galpón, su creciente elenco -que al principio se cuenta en decenas, y luego en cientos, en miles de personas- irá recreando las actividades de los personajes que tienen asignados, ensayando incansables esta obra sin fecha de estreno, mientras los días se convierten en meses y luego en años, de suerte que no es la realidad lo que va filtrándose dentro de la pieza, sino que es esta última la que acaba por transformar -por infectar, más bien- todo lo que le rodea, consiguiendo lo que promete el título del filme: la sinécdoque perfecta, donde cada una las innúmeras partes está concebida para dar cuenta del gigantesco total, y donde el esfuerzo por contener la totalidad del ciclo de vida y muerte supera por lejos los confines de la afiebrada visión de su creador. Esto porque, aparte de crecer hacia afuera, el montaje también comienza a crecer hacia adentro: Caden, sus asistentes y su compañía tienen actores que los interpretan a ellos, en la obra dentro de la obra (que a su vez aloja dentro otra obra y otro elenco, y otro y otro más), generando un círculo de claustrofóbica infinitud que los aprisiona a todos, incluyendo, por cierto, al espectador.
Pero, ¿con qué fin?
Caden no deja de preguntárselo en la medida que su propia obra escenifica una a una las revanchas que la vida le cobra, mientras observa con estupor cómo el actor que lo representa en la obra parece comprender mejor que él mismo la esencia de su persona, y la gigantesca dimensión que cobra su trabajo solo alcanza para devolverle una perspectiva disminuida de sí; convertido en director general y pobre pelele a la vez. Alguien con la capacidad de crear todo un mundo; pero incapaz de contemplarse, salvo a través de la cotidianeidad del resto; casi a la manera de los actores: perdiéndose en los gestos de otros, encontrándose en los recuerdos ajenos.
En la medida que el filme avanza (hacia el final, pero también hacia el colapso), Hoffman se sumerge más y más en el que terminaría por convertirse en uno de los papeles de su vida, pero Caden -su magnífica creación- va sufriendo el efecto inverso y comienza a despojarse, a dispersarse, consumido por las propias furias que se atrevió a desatar hasta volverse un vestigio, un residuo que, en su intento por zambullirse de cabeza en la nada, se integra y se acoge a un todo que cuidadosamente imaginó, pero que ahora lo imagina a él.
SYNECDOCHE, NEW YORK (Estados Unidos, 2008). Con Philip Seymour Hoffman, Samantha Morton y Tom Noonan. Dirección de Charlie Kaufman. 123 min.

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Hoffman x 5

 
La amplia obra del actor se presta para muchas posibles antologías, pero cualquiera que se intente debería contener al menos una de las cintas mencionadas a continuación:

• El talentoso señor Ripley (1999). Alojada en esta adaptación de Patricia Highsmith se encuentra Freddy Miles, la primera de sus grandes creaciones: un matón de clase alta que de predador social se convierte en insospechada víctima de un enemigo mayor.

• Love Liza ( 2002). Hoffman apela directo a la emotividad en la tragicomedia de un joven viudo que cae en la adicción tras la muerte de su esposa, y cómo una amistad casual logra sacarlo de la crisis.

• Capote (2005). El rol que le valió el Oscar a Mejor Actor y que ahora ilumina parte del infierno personal al que el actor se precipitó al final de su vida. Impecable trabajo físico y vocal.

• La duda (2008). Hoffman en clave Broadway, a cargo del ambiguo rol de un sacerdote con altos estándares morales, pero que es acusado de abuso sexual de menores.

• The Master (2012). El impresionante retrato del líder de una secta emprendido integralmente: ¿Visionario o charlatán? Hoffman deja que el propio público decida, en el papel que corona su trayectoria

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