Daniel Mansuy
Como todo régimen de gobierno, el presidencialismo tiene virtudes y defectos. Entre las primeras, se cuenta cierto orden y estabilidad. En el régimen presidencial las responsabilidades están claramente delimitadas. Los doctrinarios del presidencialismo pensaron que un Ejecutivo fuerte es indispensable para un adecuado equilibrio de poderes y, en particular, para impedir los excesos del legislativo. Con todo, hoy puede decirse que el principal riesgo de los regímenes presidenciales es la concentración excesiva del poder en el Ejecutivo, que deja poco espacio para la deliberación política.
Con su manera de ejercer el poder, Michelle Bachelet devela de una manera muy singular todas las falencias del presidencialismo. Aunque proviene de una cultura política que siempre ha mirado con recelo el régimen presidencial, la mandataria electa no trepida en usar todos los resortes del sistema, extremándolo hasta un punto delicado. No hay nada malo en el ejercicio legítimo de la autoridad -que para eso la elegimos-, pero ello no tiene por qué excluir una lógica colectiva, capaz de coexistir con otras fuentes de legitimidad que funcionan como sanos contrapesos. Para Michelle Bachelet, cualquier atisbo de poder paralelo es visto como un tumor que debe ser extirpado (salvo, por cierto, el “movimiento estudiantil”, que se ha convertido en el nuevo poder fáctico).
¿Cuál es el sentido final del hermetismo que explica casi todos los tropiezos de estas semanas? ¿Qué objetivos persigue el régimen del silencio? ¿Por qué el funcionamiento de un gobierno debe aparentarse al de un organismo de inteligencia? Todo se explica por el afán de no compartir ni una gota de poder: socializar una decisión equivale a una prueba de debilidad y por eso la lengua fácil está penada con excomunión.
En rigor, si la política es el arte de persuadir mediante el uso de la palabra, no cabe más que concluir que al gobierno entrante la política lo tiene sin cuidado. La consigna es imponer los hechos consumados desde el mutismo.
Hay algo monárquico en esta forma de ejercer el poder, donde todas las autoridades sólo responden exclusivamente frente a la mandataria electa. Esto cierra los espacios de deliberación política. Quienes la rodean tienen más de cortesanos que de políticos, porque carecen de peso específico. El fenómeno es extraño, pues su administración anterior tropezó con la misma piedra. Además, el nivel de ambiciones del programa de la Nueva Mayoría requiere convocar más que restringir, o dicho de otro modo, exige aunar voluntades divergentes antes que operar en círculos de elegidos. Al final, el encierro mudo de Michelle Bachelet genera una expectativa desmedida respecto de sus propias decisiones, que son esperadas como la manifestación de una voluntad rayana en lo místico y que, por lo mismo, excluye lo propiamente político.
Nada de esto es propio de una democracia sana. Un líder carismático frente a una masa igualada de individuos; tal ha sido, desde Maquiavelo, el sueño del príncipe. Sin embargo, la dinámica democrática no puede prescindir de la intermediación, pues vive de las tensiones que ésta genera, y sin las cuales no hay auténtica libertad. La lección es tan vieja como los griegos, pero nunca está de más recordarla.
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