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El contraste con mis años de maestro en el Saint George's me dan hoy una visión panorámica del proceso educativo

Artículo
La cruzada del verdadero Machuca
por María Cristina Jurado
Diario El Mercurio, Martes 19 de Abril de 2011
http://blogs.elmercurio.com/ya/2011/04/19/la-cruzada-del-verdadero-verda.asp
 
1. La pobreza no es miseria
 
Me conocen por Machuca. Mi verdadero nombre es Amante Eledín Parraguez
y soy el niño de cuna humilde que el cineasta Andrés Wood hizo famoso
en su película. Tengo 55 años, llevo treinta como profesor y vivo con
una de mis hermanas en La Florida. Tengo dos hijos, Camilo, el mayor,
de 26, es músico. Mi hija Danae tiene 22 años, es gastrónoma y estudió
en Francia. Soy el mismo que, nacido de padres campesinos que tuvieron
once hijos y con años pasados en la pobreza, pudo hacer su enseñanza
media en un colegio inglés privilegiado, el Saint George's. El mismo
que cambió su vida por el cariño de los fathers -a los sacerdotes les
decíamos así- y el programa de Integración Escolar, que, un día,
terminó abruptamente. Un programa generoso, que se convirtió en mi
ventana al futuro. Gracias a él, pude estudiar Pedagogía en la
Universidad de Chile y, a fines de los 70, hacer un magíster en
Educación en la Universidad de Portland, Oregon. Me convertí en el
primero de mi familia en ir a la universidad.
 
En los años 80, trabajé como profesor en proyectos de educación
popular de la Vicaría Oeste -muchos años estuve ligado a la iglesia- y
en un colegio del barrio Mapocho. También pasé dos años en una escuela
rural del sur. Y, lo más importante: en 1986, hice, por primera vez,
clases en el Saint George's. Volví como profesor después de haber sido
alumno. Me quedé sólo dos años, pero más tarde regresé y estuve otros
quince.
 
A mi colegio, que llevo en mi corazón, le debo haber nacido de nuevo,
a los catorce años. En él aprendí a vivir, contra toda mi timidez, mi
inseguridad y mi silencio.
 
Silencio, porque con mis compañeros ricos, yo casi no hablaba. Me fui
hacia adentro y vencí la batalla, apoyado en el amor ancestral por la
tierra y la naturaleza que me enseñaron mis padres de Colchagua. Ese
amor desbocado, que todavía sentimos mis hermanos y yo, por la
montaña, las siembras, las piedras, el agua y los árboles. Mi relación
telúrica con la tierra me sacó adelante en esos años tan fascinantes,
pero duros. Y es que yo, en verdad, no debería haber vivido lo que
viví. Fue un milagro.
Mis papás eran temporeros de arroz y porotos y nacieron en Larraín
Alcalde, a unas horas de Pichilemu, una tierra de secano, pobre y
nostálgica, que en los 80 perdió a su ferrocarril, el tren de mi
infancia. Mi padre era un cantor a lo poeta. La poesía en décimas y la
música van de la mano con el campo, y esa era su vocación natural. Es
un canto que se hace con guitarra traspuesta y que se aprende con la
leche, con el viento y los sauces. Un canto que recoge la vida y la
muerte: en esas campiñas de trigales, la fe mueve montañas. Hoy voy
mucho para allá, aunque fui el único de los once que nació en
Santiago. En esas tierras costinas hay mucha poesía y mucho canto
enterrado, y me interesa rescatarlos. Estoy comprando un terrenito
para hacerme una casa, que quiero que sirva como centro cultural a
investigadores y profesores que se interesen en estudiar nuestras
tradiciones centenarias. Esas huellas son la raíz de Chile.
 
En mi familia éramos pobres, pero todos apreciábamos la cultura. Mi
mamá fue analfabeta, pero cuidó mi biblioteca cuando viajé.
En 1955 mis padres emigraron a Santiago y, desde entonces, fueron
temporeros y jardineros en chacras de San Damián en Las Condes. De
ahí, en 1971, salí yo al colegio Saint George's. Mis valores los
aprendí ahí. Por ejemplo, el derecho inalienable a la educación,
aunque se haya nacido sin dinero.
 
Aprendí que la pobreza es luminosa, va dejando una estela de luz a su
paso. La pobreza para mí no es miseria. Y lo digo con conocimiento de
causa: muchas veces vi a mi mamá quemar con una brasa encendida un
poco de azúcar en la taza y echarle agua. Era nuestro té, con gusto a
ceniza. Tomábamos agua caliente con hierbas y salíamos a recoger
frutos silvestres, pero no siempre era suficiente. Cinco hermanos míos
murieron en la primera infancia, algunos de tos convulsiva. No
teníamos zapatos. A veces, el Estado nos regalaba unos plásticos.
 
El Saint George's fue un cambio brusco. Un tremendo aprendizaje,
porque no quería que me rechazaran. Aprendí a arremangarme la camisa y
a peinarme igual a los niños del nuevo colegio, la única diferencia
era el color del pelo: yo era tan moreno que mi mamá a veces me
llamaba "mi curiche"; los demás eran rubios o trigueños de ojos
claros. En clases y en los recreos me mimetizaba. Un día, en una ronda
en el patio, me salió natural decir que yo también veraneaba en
Zapallar, aunque el único balneario que conocía era el río Mapocho, a
la altura del Puente Nuevo, donde vivíamos en un campamento. De estas
cosas me acuerdo sin dolor, porque para mí esta ha sido la experiencia
más importante de mi vida. He intentado vivir con coherencia. Con mi
ex mujer y nuestros hijos hacemos vida de familia y nos ayudamos
mutuamente. Es una existencia saludable, con ayuda y solidaridad.
 
2. Yo habría fracasado en el Simce
 
Hice mucho tiempo clases en escuelas pobres, con alumnos que llegaban
con gran deficiencia a las aulas. El contraste con mis años de maestro
en el Saint George's me dan hoy una visión panorámica del proceso
educativo. Por eso, aunque hay diferencias -sobre todo culturales-
creo que la imaginación es un potencial común y universal a todos los
niños, en todos los medios socioeconómicos. Lo he constatado en
escuelas rurales, en zonas urbanas de pobreza y también en Vitacura.
Es un potencial de creatividad y fantasía que todo profesor debe
explotar.
 
Pero hay diferencias importantes. Los alumnos de colegios
privilegiados son más seguros de sí mismos, consultan y debaten más:
lo han visto en su casa. Su nivel de autoestima es mayor, con familias
contenedoras y estimulantes. Esos padres entienden que deben
involucrarse y no fallan: traspasan su grado de compromiso a los
niños. Llevan la delantera en lo cultural.
 
Eso no existe en otras realidades educativas. He visto en escuelitas
pobres de Santiago y de regiones un mundo de inseguridades y
expectativas restringidas. Con reuniones a las que sólo asiste la
mamá, jamás el padre. Esos alumnos escuchan el discurso desde su
nacimiento: las barreras económicas y sociales son insalvables. La
falta de compromiso familiar los condiciona mental y culturalmente y
se refleja en sus aprendizajes y resultados.
 
Es una de las grandes dificultades con que la educación en Chile debe lidiar.
 
Yo mismo fui así. Cuando llegué al Saint George's, era un niño que
venía con mucha carencia natural. Es probable que hubiera fracasado en
el Simce de cuarto básico: mi contexto sociocultural era muy
deficiente, en mi casa no había libros, no se leía. Y si no fuera por
mis profesores y los fathers, por esos hombres y mujeres que me
acogieron y me enseñaron con paciencia, nunca habría cruzado la
barrera. Jamás hubiera llegado a la universidad ni tendría este
intelecto inquieto que me ha hecho superarme. Un intelecto que me
empuja a una permanente autocapacitación.
 
Por eso, yo sé que se puede. Como profesor he constatado que todos los
niños nacen con un potencial para aprender. La diferencia la dan las
oportunidades. No creo y nunca he creído que los estudiantes humildes
sean menos inteligentes o menos capaces. Todo es cuestión de
oportunidades y de condicionamiento cultural. Si no creyera así, nunca
me hubiera ido del Saint George's que dejé hace unos meses, para
emprender nuevas tareas.
 
3. He escrito mis experiencias
 
El método que he probado por muchos años da resultados. Es entender
que la esencia del aprendizaje está en las personas involucradas en el
proceso: alumno-profesor; profesor-alumno. Hay tanto valor en la
experiencia del alumno como del profesor. Para mí, es fundamental
partir del saber instalado y sobre esa base construir. Todos los niños
llegan a la escuela con un acervo de saberes, preguntas, intereses y
aptitudes que yo siempre he tomado en cuenta y todo profesor debiera.
Por ejemplo, la curiosidad natural por descubrir misterios, la
capacidad de asombro. Estos elementos me han servido para motivar a la
lectura y la escritura. Uso otras herramientas pedagógicas: canciones
populares al estilo de Violeta Parra, Serrat, el folclor, la poesía,
la leyenda, el cuento popular. Me ha servido mucho tocar guitarra, es
un recurso de comunicación directa. Y recurro al humor, a la fantasía,
al juego y al error. Porque el profesor también puede equivocarse. Y
si el alumno le corrige, es una buena señal: quiere decir que
aprendió. He escrito, durante años, mis experiencias de distinta
manera, en forma de relatos, poemas, cuentos, novelas. Estos registros
me sirven de evaluaciones.
 
4. Un profesor siempre es la clave
 
Un día, aún siendo alumno del Saint George's, sentí la necesidad de
contar mi historia. Escribí "Tres años para nacer", que ha sido mi
catarsis, durante mis días en el colegio, pero la publiqué recién en
el 2002, poco antes de que Andrés Wood hiciera Machuca. Mi novela se
llama así porque en esos tres años yo nací de nuevo. Mi suerte fue un
milagro. Tuve maestros que me tomaron de la mano y me mostraron la
senda. Maravillado, conocí la literatura y la poesía que han sido los
puntales de mi enseñanza y de mi creación, a García Márquez y a
Cortázar. Y a Octavio Paz, quien me mostró con su verbo que la poesía
es el lenguaje natural de los niños. Hoy casi todo mi tiempo libre se
lo dedico a la lectura. Leo sobre educación, filosofía, ciencias,
poesía y literatura en permanencia. De un niño con muchas deficiencias
formativas me convertí en pedagogo y creador. Tres años cambiaron mi
vida para siempre.
Hay una regla fundamental en educación: un profesor siempre es la
clave. Soy de la escuela pedagógica del brasileño Paulo Freire, quien
ve a la educación como un proceso de diálogo, en que profesor y alumno
comparten una experiencia y los dos crecen juntos. Ese flujo de
comunicación es lo que le ha dado sentido a mi trabajo de treinta
años. Hace nueve meses dejé mis clases en el Saint George's, porque
creo que el país ha cambiado y me mueve hacer algo profundo por lograr
una transformación.
Por eso acepté la invitación de la Unidad de Desarrollo Profesional
Docente de la Universidad Diego Portales para capacitar a 35
profesores de la Escuela Carlos Condell de San Bernardo. Un plantel
inserto en una cruda realidad socioeconómica y cultural, que estaba en
dificultades por sus bajos índices en el Simce. Se dice que estaba con
semáforo rojo, pero no me gusta esa denominación y no la uso, es una
etiqueta que discrimina negativamente.
 
Las dificultades en la educación chilena se deben a factores que se
han asumido con fatalidad por generaciones. En esta realidad trabajan
estos profesores, quienes realizan un esfuerzo muy grande diariamente,
que no es valorado por la sociedad ni por el sistema. Ellos tienen
todo mi respeto. Ayudarlos es, para mí, una tarea que recién comienza,
pero ya tengo lineamientos.
Mi aporte ha sido promover una reflexión y un diálogo para una acción
práctica en sus escuelas. Mostrarles un mundo distinto. Hay muchos
recursos naturales inagotables para un profesor, como la creatividad y
la imaginación. Los instrumentos, escasos o no, se pueden reunir:
libros, poemas, lápiz, papel. Para aprender a leer bien, hay que
enfatizar el relato oral, la poesía popular, la leyenda, los cuentos
de hadas, el dibujo, el canto, el teatro. Siempre en colaboración con
la familia, para que el trabajo común rinda frutos. A estos profesores
de San Bernardo -y a otros interesados en mejorar- yo les repito: es
necesario leer mucha poesía en clases, por lo melodioso de su
lenguaje, de su ritmo y por la calidad de sus palabras. Cualquier niño
que escucha poesía se enriquecerá. Hay que organizar concursos y
talleres literarios. Y de teatro, dibujo, pintura, montar
exposiciones. Esto otorga dinamismo y sentido al aprendizaje.
 
En la Universidad Ciencias de la Informática trabajo con alumnos de
pregrado en Pedagogía -futuros profesores- para que, algún día, logren
estrechar la brecha de calidad de la educación entre las escuelas
pobres y las pudientes. A esos futuros maestros les enseño estrategias
sencillas para motivar a los niños a leer e incentivar el gusto y la
pasión por los libros. Parto desde la poesía, porque en Chile hay
mucha poesía, no sólo escrita, también de tradición oral. En una
escuela precaria, como hay miles, la motivación es tarea cotidiana y
desafiante. Esos niños -que serán sus alumnos- no tienen en su
imaginario la necesidad de estudiar, de leer, de comprender lo que
leen. ¿Cómo motivas a un alumno así, quien jamás vio a su padre rozar
las tapas de un libro? La educación es un derecho para todos y es una
herramienta para el cambio. Yo era un niño sin horizonte, pero tuve a
grandes maestros que me mostraron el camino. Yo sé que se puede. Por
eso es que cambié mi rumbo, para que Chile también cambie algún día.

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