por Gustavo Santander
Diario El Mercurio, Martes 17 de febrero de 2015
Luego de semanas de depresión, de interrogatorio acerca de las razones que los habían llevado a separarse y de estériles vagabundeos empijamados, esa mañana ella despertó diferente, más ligera, más dueña de sí misma. Se estiró largamente y, mientras remoloneaba entre las sábanas haciéndose el ánimo para comenzar un nuevo día, se percató que el dolor había desaparecido, que ya no le pesaba más, y entonces sonrió como una niña que se acuerda de una travesura.
Durante esas semanas oscuras se había dado a la labor de hacer un inventario de los recuerdos comunes: cartas, souvenirs de viaje, cosas que les gustaban, como si reuniendo todo eso fuese a construirse un nuevo destino, como si ese hueco pudiese llenarse de alguna forma. Pero esa mañana, todo lo sintió diferente: la ducha, el café, el guardarropa. Por fin parecía que todo volvía a tener color y, entonces, como en un proceso de resurrección, salió a la calle con entusiasmo, disfrutando del sol en la cara y del apuro para llegar a tiempo al trabajo. Volvió a detenerse en el rostro de las personas, en los perros que tiraban de sus dueños para olisquear los rincones, en los vendedores ambulantes. Por primera vez en muchas semanas dejó de sentir lástima por sí misma, de atormentarse con lo que había hecho mal o lo que él había hecho mal, y mientras caminaba decidió contarse una nueva historia, cambiar el papel de víctima por otro, el que fuera, cualquiera que la hiciera sentir mejor. Y así bajó a las profundidades del Metro y en la muchedumbre ya no encontró molestia sino compañía.
Una vez en la estación se preguntó cuántas veces se había encontrado con él ahí pero el recuerdo ya no le dolió, al contrario, le trajo la alegría de saber que su vida había estado llena de buenos momentos y se fue alejando, perdiéndose entre los avisos publicitarios y la gente que se apuraba por salir.
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