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Desinterés


"La ciudad era una bóveda discretamente azul bajo el cielo de nubes aborregadas, los edificios todavía no apagaban sus luces insomnes y entre ellos se camuflaba una especie de mansión de los años veinte..."


Cuando yo tenía veinte años postulaba la superioridad de lo real por sobre sus diversas representaciones. De hecho, ocultaba con vergüenza, durante los viajes, el cuaderno en el cual hacía anotaciones de intención literaria. Suponía que ante el mar o la pampa solo quedaba mantener silencio. Me parecía que no había para qué perturbar con ruido verbal y símiles imperfectos algo -una categoría, una proyección- que funcionaba según un principio de necesidad. El sol que sale por entre las cumbres es irrefutable, pensaba, como los árboles de los bosques y el pasto de las laderas.

No se podría realizar, en este sentido, una crítica a las múltiples manifestaciones de la naturaleza. En este plano entendía bien la risa que le provocaba a Adolfo Couve el comentario de un amigo suyo mientras miraban el mar de Cartagena: "Qué fea esa ola". La afirmación es graciosa, en la medida en que no tiene sustento epistemológico. La naturaleza solo puede generar una adhesión emocional, estética o bien, alternativamente, indiferencia. Cuando José Donoso decía "me carga la Cordillera" estaba hablando de su aversión a la retórica nostálgica o a la autoimagen chilena, no a la Cordillera misma. Son cosas que aunque se digan seriamente siempre están al borde de la hilaridad. Hace poco escuché cómo Erick Pohlhammer sentenciaba: "La nada es demasiado fome, mucho mejor es el eterno retorno".

He vuelto, al cabo de muchos años, a ser invadido por esa sensibilidad neurótica que lleva a distinguir la experiencia directa de las elaboraciones estetizantes. Mirando uno de estos días el amanecer por la ventana de mi departamento, tuve la certeza de que no quería sino estar en este lugar del mundo y en esta coordenada del tiempo. Sin saber estrictamente quién soy ni por qué prospero medianamente con una identidad reconocible. Sin saber por qué esa mañana de febrero parecía resumir todas las mañanas de febrero de la existencia. La ciudad era una bóveda discretamente azul bajo el cielo de nubes aborregadas, los edificios todavía no apagaban sus luces insomnes y entre ellos se camuflaba una especie de mansión de los años veinte que ha sobrevivido increíblemente a las renovaciones inmobiliarias. Ahí estaba yo, como enfrentando el destino. Un tipo al que le cupo un nombre que un día -como todos los nombres- será rescoldo del olvido.

Explico todo esto solo para justificar intelectualmente mis pocas ganas de leer. Me interesan las calles, me interesan las imágenes de la televisión vistas con el volumen suprimido, me interesan los pelambres, la vida de los animales, las tomas aéreas, la composición del agua tónica, el sexo, el sueño, las conspiraciones, los recuerdos ajenos, en fin, me interesa todo o casi todo, salvo -por una vez en la vida- aquello que ha sido elaborado con propósitos artísticos y que, por lo mismo, trae implícito un mensaje: mírame, considérame, dame la importancia que me merezco.

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