¿Santiago mejor que qué?
Que Londres, Roma, Madrid y París. Es lo que dio a entender The Economist, normalmente un semanario serio. De no creerlo.
Fuera que toda comparación es odiosa, ¿cómo se cuantifica la calidad? Los promedios y “rankings” son siempre dudosos. No existe el personaje o individuo promedio, tampoco el “promedio” de una ciudad. Es más, en una aldea grande como la nuestra uno apenas sobrevive la realidad a lo que se nos obliga a soportar. Santiago tiene gravísimos problemas, los vivimos a diario. La segregación, las brechas socioeconómicas, educacionales y culturales, el hecho de que se trate de una ciudad fracturada, todo lo cual nos es obvio. Lo mismo su extensión, el que esté asentada en un hoyo, la contaminación, la congestión y calidad del transporte público (acaban de informarnos que la velocidad de los buses bajó 10% en los últimos tres años); amén que se sabe -hay estudios que lo vienen vaticinando- que el 2030 vamos a convertirnos en un caos vehicular, peor que el infierno actual. Lo advertía Juan Parrochia en 2013: “No veo a los responsables de la planificación vial pensando”.
Agreguémosle que la capital, hacia 2011, había reducido la tasa de forestación en 9,8% en siete años. En un 11% se calculaba, ese mismo año, la prevalencia de estrés permanente en la Región Metropolitana (Encuesta Nacional de Salud). Los índices de desconfianza entre vecinos, la violencia típica de las urbes latinoamericanas (la peor del mundo), el cómo se han estado arrasando barrios residenciales enteros, el deterioro y pérdida de edificios valiosos por incendios o retroexcavadora (por ejemplo la antigua Facultad de Química de la UCh que piensa tumbar ¡la misma universidad!), la plaga en que se han convertido los ciclistas, el hecho de que una gran proporción de santiaguinos viva todavía en viviendas sociales construidas en los años 80 y 90 superadas por el incremento en ingresos de ahora último… En fin, está visto que The Economist se informa/nos informa a medias; debió incluir otras variables.
Ello no obstante seguiremos citando esta “noticia” por años y años, al igual que los certámenes aquellos que distinguieran a nuestra bandera e himno. La “visión” de los extranjeros es uno de los géneros más antiguos de la literatura nacional. Tendemos a vernos según se nos ve desde fuera. En este caso, erradamente. Sabemos lo que es Santiago. Una ciudad a la que se le quiere escapar (basta ver qué pasa en verano o los fines de semana largos) sin que se la pueda escapar (como las cárceles). Escribo esta columna desde Viña del Mar, supuestamente la ciudad más agradable donde vivir en Chile, mejor que Santiago y por tanto que Londres, Madrid, Roma y París… llena de santiaguinos.
Probablemente quienes mejor entienden Santiago no son los extranjeros sino los restantes chilenos, la gente de provincia. Envidian sus ventajas, pero sensatamente no la ciudad. Es que ven la deformación que es Santiago -el que se la quiera confundir con todo el país- y lo aberrante que es ese otro cuento.
Fuera que toda comparación es odiosa, ¿cómo se cuantifica la calidad? Los promedios y “rankings” son siempre dudosos. No existe el personaje o individuo promedio, tampoco el “promedio” de una ciudad. Es más, en una aldea grande como la nuestra uno apenas sobrevive la realidad a lo que se nos obliga a soportar. Santiago tiene gravísimos problemas, los vivimos a diario. La segregación, las brechas socioeconómicas, educacionales y culturales, el hecho de que se trate de una ciudad fracturada, todo lo cual nos es obvio. Lo mismo su extensión, el que esté asentada en un hoyo, la contaminación, la congestión y calidad del transporte público (acaban de informarnos que la velocidad de los buses bajó 10% en los últimos tres años); amén que se sabe -hay estudios que lo vienen vaticinando- que el 2030 vamos a convertirnos en un caos vehicular, peor que el infierno actual. Lo advertía Juan Parrochia en 2013: “No veo a los responsables de la planificación vial pensando”.
Agreguémosle que la capital, hacia 2011, había reducido la tasa de forestación en 9,8% en siete años. En un 11% se calculaba, ese mismo año, la prevalencia de estrés permanente en la Región Metropolitana (Encuesta Nacional de Salud). Los índices de desconfianza entre vecinos, la violencia típica de las urbes latinoamericanas (la peor del mundo), el cómo se han estado arrasando barrios residenciales enteros, el deterioro y pérdida de edificios valiosos por incendios o retroexcavadora (por ejemplo la antigua Facultad de Química de la UCh que piensa tumbar ¡la misma universidad!), la plaga en que se han convertido los ciclistas, el hecho de que una gran proporción de santiaguinos viva todavía en viviendas sociales construidas en los años 80 y 90 superadas por el incremento en ingresos de ahora último… En fin, está visto que The Economist se informa/nos informa a medias; debió incluir otras variables.
Ello no obstante seguiremos citando esta “noticia” por años y años, al igual que los certámenes aquellos que distinguieran a nuestra bandera e himno. La “visión” de los extranjeros es uno de los géneros más antiguos de la literatura nacional. Tendemos a vernos según se nos ve desde fuera. En este caso, erradamente. Sabemos lo que es Santiago. Una ciudad a la que se le quiere escapar (basta ver qué pasa en verano o los fines de semana largos) sin que se la pueda escapar (como las cárceles). Escribo esta columna desde Viña del Mar, supuestamente la ciudad más agradable donde vivir en Chile, mejor que Santiago y por tanto que Londres, Madrid, Roma y París… llena de santiaguinos.
Probablemente quienes mejor entienden Santiago no son los extranjeros sino los restantes chilenos, la gente de provincia. Envidian sus ventajas, pero sensatamente no la ciudad. Es que ven la deformación que es Santiago -el que se la quiera confundir con todo el país- y lo aberrante que es ese otro cuento.
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