"En fin, no es extraño que al humor y a la burla les siga una protesta irracional, a veces violenta, enceguecida por sentimientos heridos. En cambio, levantar la voz contra cierta burla también es parte de la crítica y no una mera respuesta 'cavernaria' según se ha dicho".
En los días que siguieron al vil asesinato de la plana mayor de Charlie Hebdo en París, el historiador Robert Darnton recordaba la larga tradición satírica y burlesca francesa, con altas cotas en Rabelais y Voltaire, que todo lo desacraliza. Es que por desagradable e injusto que muchas veces pueda ser el humor esgrimido como arma, también es parte esencial del pluralismo moderno. Este no consiste solo en un agregado de creencias y prácticas, sino que implica la existencia de un marco común, interacción; en suma, algún grado generalmente tácito de valores y preferencias universales.
La burla, que devino muchas veces en compañera inseparable de la crítica, ha sido parte del alma del moderno Estado de Derecho y de su práctica política. Poner límites en esta materia inefable es caer en la odiosa censura y en el abuso de la misma. En América del Sur, Cristina las emprende contra la prensa acusándola de "golpe mediático"; Correa explícitamente expurga a caricaturistas, y el tosco de Maduro, ídem. Nada les cae en gracia, salvo el sarcasmo de su propio discurso. En el caso extremo, el dictador totalitario es el único que cuenta chistes.
En política activa, la violencia y el infundio, por ejemplo, son más evidentes y no sin dificultad pueden tipificarse legalmente. El humor y la burla se mueven en un campo más sutil y vaporoso, pletórico de sorpresas además, lo que es su viga maestra. De allí que chiste repetido no tiene gracia. Reírse de las grandes verdades y del establishment posee prestigio y otorga caché. Por ello el aire de superioridad moral, siempre soberbio, que puede investir al humorista.
Porque aquí está el problema. No está todo dicho al plantear la legitimidad o necesidad última de la burla. Al humorista, por el simple hecho de que hace reír, se le aureola de un halo de hombre bueno, especie de santo laico. Es cierto que el humor y la sátira iluminan aspectos a veces escondidos de la realidad y en ese sentido pertenecen además a una zona de la conciencia moderna que llamamos crítica, que al final nos hace comprender la realidad hasta donde podemos, en medio de sus enigmas y contradicciones sin fin.
Pero ni el humor ni los humoristas, o en otro escalón, ni sátira ni sátiros se plantan más allá del bien y del mal, ni siempre representan el combate justiciero del débil ante el fuerte. No es puramente el santón que dictamina lo que es verdad, sino que un fragmento de esta. Humor y sátira no resultan solo en las herramientas del indefenso para denunciar tropelías e hipocresías. Al contrario, puede ser el matón de barrio que propina golpes a destajo que resultan en bullying al servicio de causas puras o impuras, las primeras de todas maneras ensuciadas por el método. La sátira puede ser un ariete que se inserta en un proyecto para desquiciar lo que precisamente le permite vivir, el pluralismo moderno con todas sus ambigüedades. Recordemos el papel incendiario de Clarín o del Enano Maldito de Puro Chile, inevitablemente replicados en Tribuna en los años de la Unidad Popular. Con don Memorario de Lukas -también profunda crítica cultural- o, proclive a la izquierda, Artemio de Pepe Huinca, no es imaginable un marco de polarización y odio como se desató en esos años.
En fin, no es extraño que al humor y a la burla les siga una protesta irracional, a veces violenta, enceguecida por sentimientos heridos. En cambio, levantar la voz contra cierta burla también es parte de la crítica y no una mera respuesta "cavernaria" según se ha dicho. Por lo demás, sin cavernas y laberintos de la mente y del espíritu no existe lo humano, incluso en su cara más excelsa.
La burla, que devino muchas veces en compañera inseparable de la crítica, ha sido parte del alma del moderno Estado de Derecho y de su práctica política. Poner límites en esta materia inefable es caer en la odiosa censura y en el abuso de la misma. En América del Sur, Cristina las emprende contra la prensa acusándola de "golpe mediático"; Correa explícitamente expurga a caricaturistas, y el tosco de Maduro, ídem. Nada les cae en gracia, salvo el sarcasmo de su propio discurso. En el caso extremo, el dictador totalitario es el único que cuenta chistes.
En política activa, la violencia y el infundio, por ejemplo, son más evidentes y no sin dificultad pueden tipificarse legalmente. El humor y la burla se mueven en un campo más sutil y vaporoso, pletórico de sorpresas además, lo que es su viga maestra. De allí que chiste repetido no tiene gracia. Reírse de las grandes verdades y del establishment posee prestigio y otorga caché. Por ello el aire de superioridad moral, siempre soberbio, que puede investir al humorista.
Porque aquí está el problema. No está todo dicho al plantear la legitimidad o necesidad última de la burla. Al humorista, por el simple hecho de que hace reír, se le aureola de un halo de hombre bueno, especie de santo laico. Es cierto que el humor y la sátira iluminan aspectos a veces escondidos de la realidad y en ese sentido pertenecen además a una zona de la conciencia moderna que llamamos crítica, que al final nos hace comprender la realidad hasta donde podemos, en medio de sus enigmas y contradicciones sin fin.
Pero ni el humor ni los humoristas, o en otro escalón, ni sátira ni sátiros se plantan más allá del bien y del mal, ni siempre representan el combate justiciero del débil ante el fuerte. No es puramente el santón que dictamina lo que es verdad, sino que un fragmento de esta. Humor y sátira no resultan solo en las herramientas del indefenso para denunciar tropelías e hipocresías. Al contrario, puede ser el matón de barrio que propina golpes a destajo que resultan en bullying al servicio de causas puras o impuras, las primeras de todas maneras ensuciadas por el método. La sátira puede ser un ariete que se inserta en un proyecto para desquiciar lo que precisamente le permite vivir, el pluralismo moderno con todas sus ambigüedades. Recordemos el papel incendiario de Clarín o del Enano Maldito de Puro Chile, inevitablemente replicados en Tribuna en los años de la Unidad Popular. Con don Memorario de Lukas -también profunda crítica cultural- o, proclive a la izquierda, Artemio de Pepe Huinca, no es imaginable un marco de polarización y odio como se desató en esos años.
En fin, no es extraño que al humor y a la burla les siga una protesta irracional, a veces violenta, enceguecida por sentimientos heridos. En cambio, levantar la voz contra cierta burla también es parte de la crítica y no una mera respuesta "cavernaria" según se ha dicho. Por lo demás, sin cavernas y laberintos de la mente y del espíritu no existe lo humano, incluso en su cara más excelsa.
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