Columnistas
Diario El Mercurio, Domingo 02 de febrero de 2014
Fantasías marineras en La Haya
"Para un país juridicista como el nuestro,la constatación de que los jueces internacionales han llegado a ser personas bastante impredecibles puede resultar un tanto traumática..."
"La sentencia de la Corte de La Haya tiene bastante menos lógica que las respectivas posturas de Perú y Chile", decía un jurista peruano esta semana; "el engendro de una línea divisoria equidistante a partir de las 80 millas nadie sabe de dónde sale y desafía toda lógica", concluía.
Como se ve, no solo a nosotros nos ha dejado desconcertados la sentencia del pasado lunes. En ella, tal como en el reciente caso de Colombia vs. Nicaragua, esos jueces han mostrado que tienen una fértil fantasía.
Al proceder así, los miembros de la postura mayoritaria en este fallo no hacen nada novedoso. Simplemente nos muestran que forman parte de una tendencia generalizada, cuyos frutos se han visto en los últimos años en nuestro país: los jueces han dejado de limitar su tarea a la aplicación de las normas jurídicas o a recurrir a una genuina equidad (que lleva a aplicar el espíritu de la ley más allá de su fría letra). Ellos se han convertido en jueces creativos, cuya misión va mucho más allá de hacer justicia y entra de lleno en la tarea de transformar el mundo.
Nada de esto resulta muy extraño. Como todos los hombres, también los jueces están afectados por las modas culturales. Hoy las mareas intelectuales los llevan a saltarse las leyes, acuerdos y tratados, como en otras épocas los empujaban al extremo contrario de un rígido legalismo. Podrá gustarnos o no, pero son los tiempos que nos tocaron vivir, y hay que aprender a navegar en esas mareas borrascosas.
Para un país juridicista como el nuestro, la constatación de que los jueces internacionales han llegado a ser personas bastante impredecibles puede resultar un tanto traumática. Ya se escuchan voces que claman por el abandono de los pactos regionales, y piden que nos quedemos aislados y felices. Pero no parece que sea una solución buena ni viable. Se trata, más bien, de que saquemos algunas lecciones importantes.
La primera enseñanza es que, si las mareas de las modas jurídicas van y vienen, de modo que la justicia resulta esquiva, lo mejor es arreglar los problemas antes de que lleguen a las cortes internacionales. De ahí la importancia de las vías diplomáticas. Pero la diplomacia es una actividad muy seria, que requiere experiencia y una larga preparación.
A nadie se le ocurriría poner de Comandante en Jefe del Ejército a un correligionario político que requiere un premio de consuelo. Todo el mundo sabe que las Fuerzas Armadas cumplen un papel muy delicado y nadie juega con ellas. ¿Por qué, entonces, en materia de embajadas se procede con un criterio distinto? ¿Por qué no se pone en ellas a quienes se han preparado para ejercer esas labores? Deberíamos aprender que, al menos en el caso de los países vecinos, es imprescindible entregar la diplomacia a los diplomáticos.
También cabe sacar lecciones sobre las tareas de inteligencia. Nadie discute la importancia de conocer los tanques o aviones que poseen unos eventuales adversarios. Pero hoy resulta tanto o más decisivo obtener información sobre los planes de sus cancillerías. Da la impresión de que las ingeniosas maniobras que, por largos años, desplegó Perú para obtener el triunfo parcial del pasado lunes nos tomaron por sorpresa.
En efecto, la demanda ante La Haya no fue un acto improvisado, sino una etapa más dentro de un plan de largo plazo, ejecutado por nuestros hermanos peruanos con paciencia y habilidad. Pero probablemente nuestra diplomacia habría podido tomar algunas medidas de resguardo si se hubiesen planteado las labores de inteligencia con una perspectiva más amplia que la puramente castrense.
La tercera y última lección tiene que ver con el hecho de que no vivimos en un mundo perfecto. Nuestras disputas internacionales deben resolverse de manera civilizada, como sucedió en este caso (aunque no nos guste el resultado ni el estilo de los jueces). Pero hay que ayudar a que ninguno de nuestros vecinos sufra nunca la tentación de buscar otros caminos distintos del Derecho para conseguir sus objetivos. Para asegurarlo, el único medio que se conoce es contar con unas Fuerzas Armadas muy bien preparadas y equipadas.
La diplomacia y la inteligencia son fundamentales, pero no bastan para defender una causa justa. Para que impere la razón en las relaciones internacionales es muy importante que los demás sepan que, en sus relaciones con Chile, no les conviene seguir el camino de la fuerza.
Como se ve, no solo a nosotros nos ha dejado desconcertados la sentencia del pasado lunes. En ella, tal como en el reciente caso de Colombia vs. Nicaragua, esos jueces han mostrado que tienen una fértil fantasía.
Al proceder así, los miembros de la postura mayoritaria en este fallo no hacen nada novedoso. Simplemente nos muestran que forman parte de una tendencia generalizada, cuyos frutos se han visto en los últimos años en nuestro país: los jueces han dejado de limitar su tarea a la aplicación de las normas jurídicas o a recurrir a una genuina equidad (que lleva a aplicar el espíritu de la ley más allá de su fría letra). Ellos se han convertido en jueces creativos, cuya misión va mucho más allá de hacer justicia y entra de lleno en la tarea de transformar el mundo.
Nada de esto resulta muy extraño. Como todos los hombres, también los jueces están afectados por las modas culturales. Hoy las mareas intelectuales los llevan a saltarse las leyes, acuerdos y tratados, como en otras épocas los empujaban al extremo contrario de un rígido legalismo. Podrá gustarnos o no, pero son los tiempos que nos tocaron vivir, y hay que aprender a navegar en esas mareas borrascosas.
Para un país juridicista como el nuestro, la constatación de que los jueces internacionales han llegado a ser personas bastante impredecibles puede resultar un tanto traumática. Ya se escuchan voces que claman por el abandono de los pactos regionales, y piden que nos quedemos aislados y felices. Pero no parece que sea una solución buena ni viable. Se trata, más bien, de que saquemos algunas lecciones importantes.
La primera enseñanza es que, si las mareas de las modas jurídicas van y vienen, de modo que la justicia resulta esquiva, lo mejor es arreglar los problemas antes de que lleguen a las cortes internacionales. De ahí la importancia de las vías diplomáticas. Pero la diplomacia es una actividad muy seria, que requiere experiencia y una larga preparación.
A nadie se le ocurriría poner de Comandante en Jefe del Ejército a un correligionario político que requiere un premio de consuelo. Todo el mundo sabe que las Fuerzas Armadas cumplen un papel muy delicado y nadie juega con ellas. ¿Por qué, entonces, en materia de embajadas se procede con un criterio distinto? ¿Por qué no se pone en ellas a quienes se han preparado para ejercer esas labores? Deberíamos aprender que, al menos en el caso de los países vecinos, es imprescindible entregar la diplomacia a los diplomáticos.
También cabe sacar lecciones sobre las tareas de inteligencia. Nadie discute la importancia de conocer los tanques o aviones que poseen unos eventuales adversarios. Pero hoy resulta tanto o más decisivo obtener información sobre los planes de sus cancillerías. Da la impresión de que las ingeniosas maniobras que, por largos años, desplegó Perú para obtener el triunfo parcial del pasado lunes nos tomaron por sorpresa.
En efecto, la demanda ante La Haya no fue un acto improvisado, sino una etapa más dentro de un plan de largo plazo, ejecutado por nuestros hermanos peruanos con paciencia y habilidad. Pero probablemente nuestra diplomacia habría podido tomar algunas medidas de resguardo si se hubiesen planteado las labores de inteligencia con una perspectiva más amplia que la puramente castrense.
La tercera y última lección tiene que ver con el hecho de que no vivimos en un mundo perfecto. Nuestras disputas internacionales deben resolverse de manera civilizada, como sucedió en este caso (aunque no nos guste el resultado ni el estilo de los jueces). Pero hay que ayudar a que ninguno de nuestros vecinos sufra nunca la tentación de buscar otros caminos distintos del Derecho para conseguir sus objetivos. Para asegurarlo, el único medio que se conoce es contar con unas Fuerzas Armadas muy bien preparadas y equipadas.
La diplomacia y la inteligencia son fundamentales, pero no bastan para defender una causa justa. Para que impere la razón en las relaciones internacionales es muy importante que los demás sepan que, en sus relaciones con Chile, no les conviene seguir el camino de la fuerza.
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