«Lo que importa no es la lluvia, sino su recuerdo...» (Jorge Teillier)
Yeta chilena
“Pero ahora te envío esta carta de lluvia / que te lleva un jinete de lluvia / por caminos acostumbrados a la lluvia”. Los versos de Teillier son del 63, es decir, de ayer; sin embargo, que lejos suenan, como de “país de nunca jamás”. Ya no llegan cartas, tampoco las llevan y traen jinetes, tampoco la lluvia. En Temuco este último mes han estado haciendo 20, 30 y más grados de calor, sol radioactivo radiante. Mais où sont les pluies d’antan! Es cosa quizá de poetas, gente que se imagina cosas. Teillier mismo lo reconoce en otro de sus poemas: “Lo que importa no es la lluvia, / sino su recuerdo”.
Salvo el 2009, llevamos más de siete años de sequía y, ya antes, tuvimos años secos el 98-99, también el 96. En 2008-9 la sequedad afectó desde Atacama a la Región de Los Lagos. Coincidente, ojo, con un período de creciente irascibilidad en el país. Vicuña Mackenna fue el primero en hacer el vínculo; a su juicio, si el clima de Chile hubiese sido distinto, la población indígena habría sido más densa, el país más hospitalario, “distintas y menos fieras sus costumbres”. Los ríos, desde luego, no ayudan; no son más que unos peladeros de piedras cuando no se convierten en torrentes y, ahí, porque se nos vienen abajo los cerros. ¡Por Dios que hay cerros en este país -80% de su superficie-, llenos de piedras! Los pocos árboles, raquíticos, los arrasan los incendios forestales, cuando no los “nativos”. Luis Oyarzún, también poeta, en Defensa de la tierra (1973) hablaba del “odio al árbol” como rasgo chileno ancestral.
El otro día viniendo desde Valparaíso, por la subida Santos Ossa, me llamó la atención que lo único que sobrevivió al incendio del fin de semana pasado, fueron las palmeras. Es que, antes de la llegada de Pedro de Valdivia, eso era casi lo único que había en el Valle Central. Los canales, tranques, alamedas, jardines y parques, son de anteayer, del siglo XIX, de cuando unos señores que habían visto y sabían de sus existencias en otros lugares del mundo, se encargaron de crearlos de la nada, para solaz y oasis en este desierto que no termina por avanzar. Un turista toma un avión de vuelta en Pudahuel y es como si abandonara el Magreb. Cuentan que una matrona, multimillonaria en dólares, que vino de visita años atrás, cruzó Santiago y se quedó atascada en un taco en la Vega Central. Abrió las cortinas de su limusina y, espantada, le exclamó a su acompañante: “C´est comme l´Egipte, Raimundo”. Uno mira fotos antiguas de Chile, especialmente de ciudades del norte, y tiene la extraña sensación que hacia allá vamos de nuevo.
¿Qué tendrá todo esto que ver con otras desertificaciones que actualmente azotan a este “país de nunca jamás”? Los naturalistas Buffon y De Pauw se fueron de tesis y decretaron que América era un continente inmaturo y degenerativo. Chilenos ofendidísimos, desde el Abate Molina en adelante, hicieron lo indecible política y culturalmente por desmentir semejante prejuicio determinista. Pero quién sabe, quizá la maldita naturaleza es más fuerte.
Salvo el 2009, llevamos más de siete años de sequía y, ya antes, tuvimos años secos el 98-99, también el 96. En 2008-9 la sequedad afectó desde Atacama a la Región de Los Lagos. Coincidente, ojo, con un período de creciente irascibilidad en el país. Vicuña Mackenna fue el primero en hacer el vínculo; a su juicio, si el clima de Chile hubiese sido distinto, la población indígena habría sido más densa, el país más hospitalario, “distintas y menos fieras sus costumbres”. Los ríos, desde luego, no ayudan; no son más que unos peladeros de piedras cuando no se convierten en torrentes y, ahí, porque se nos vienen abajo los cerros. ¡Por Dios que hay cerros en este país -80% de su superficie-, llenos de piedras! Los pocos árboles, raquíticos, los arrasan los incendios forestales, cuando no los “nativos”. Luis Oyarzún, también poeta, en Defensa de la tierra (1973) hablaba del “odio al árbol” como rasgo chileno ancestral.
El otro día viniendo desde Valparaíso, por la subida Santos Ossa, me llamó la atención que lo único que sobrevivió al incendio del fin de semana pasado, fueron las palmeras. Es que, antes de la llegada de Pedro de Valdivia, eso era casi lo único que había en el Valle Central. Los canales, tranques, alamedas, jardines y parques, son de anteayer, del siglo XIX, de cuando unos señores que habían visto y sabían de sus existencias en otros lugares del mundo, se encargaron de crearlos de la nada, para solaz y oasis en este desierto que no termina por avanzar. Un turista toma un avión de vuelta en Pudahuel y es como si abandonara el Magreb. Cuentan que una matrona, multimillonaria en dólares, que vino de visita años atrás, cruzó Santiago y se quedó atascada en un taco en la Vega Central. Abrió las cortinas de su limusina y, espantada, le exclamó a su acompañante: “C´est comme l´Egipte, Raimundo”. Uno mira fotos antiguas de Chile, especialmente de ciudades del norte, y tiene la extraña sensación que hacia allá vamos de nuevo.
¿Qué tendrá todo esto que ver con otras desertificaciones que actualmente azotan a este “país de nunca jamás”? Los naturalistas Buffon y De Pauw se fueron de tesis y decretaron que América era un continente inmaturo y degenerativo. Chilenos ofendidísimos, desde el Abate Molina en adelante, hicieron lo indecible política y culturalmente por desmentir semejante prejuicio determinista. Pero quién sabe, quizá la maldita naturaleza es más fuerte.
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