Diario Las Últimas Noticias
Lunes 1˚ de diciembre de 2014
Es evidente
que mientras conversamos
pasan muchas cosas a la vez.
Las palabras
del otro nunca nos son
totalmente transparentes.
Algunas nos suenan
de una manera particular,
material, y son índices
de procedencias generacionales, sociales.
A veces son también pistas
de aspiraciones de clase.
Cuando escuchamos hablar
tenemos un porcentaje de la atención
puesto en lo que efectivamente se nos dice
y otro tanto en este tipo
de significantes secundarios.
A un lingüista podrá parecerle
que estoy descubriendo América en el mapa
o en los libros, pero quería llegar a otra cosa.
Habría además una esfera adicional
de experiencia asociada
a estas situaciones cotidianas:
las imágenes remotas suscitadas
por el speech de nuestro interlocutor,
lo que vemos "detrás",
aquellas escenas súbitas
que se nos proyectan íntimamente,
las que raramente comunicamos.
Estamos, por ejemplo,
en un café de amplias vidrieras
por las que se ve el tráfago
de una calle concurrida
saturada por la luz del verano.
El que está al frente nuestro,
haciendo una bolita
con el sobre usado de azúcar,
nos cuenta detalles de un regreso,
desplazamientos, esperas en aeropuertos,
cambios monetarios, llamadas telefónicas.
Tenemos interés en lo que dice,
queremos saber más
porque el modo como esta persona
mira el mundo nos resulta atractivo.
Y sin embargo,
mientras fluyen sus palabras,
vemos de manera insistente,
en un segundo o tercer plano,
algo que no tiene nada que ver:
una casa en un paisaje
verde, húmedo, oscuro,
una tarde que podría ser
de mediados de agosto,
una nublada claridad en el cielo,
gotas de una lluvia reciente
cayendo de las ramas
enmarañadas de los árboles.
Vemos el pórtico de piedra,
unos rectángulos vidriados
flanqueando la puerta,
percibimos dentro
una situación como de espera.
No sigo porque la descripción
puede llegar a ser tediosa.
Pero la experiencia es real
y además me da la impresión
de que le pasa a todo el mundo.
Estas remisiones inesperadas
están, por lo demás, sucediendo siempre.
Si caminamos por los parques
y hacemos parar los taxis
con nítida conciencia
de habitar un presente
-el presente de todos,
el que realzan las noticias,
la «plena actualidad»-
es por una facultad discriminadora
equivalente a la capacidad
de los equilibristas
de caminar por una cuerda tensada.
Sabemos que tenemos
que mantenernos en esa línea
para no desbarrar,
para que el mate no chisporrotee.
Una conversación cualquiera
es un fenómeno de la mayor complejidad,
al que hay que agregar otros estímulos:
la arquitectura del lugar,
lo alto de las paredes,
la música de los parlantes,
las palabras de las personas
que pasan o se estacionan,
el ruido de los tenedores,
el de las copas,
el de las frenadas de auto,
el del aparato de aire acondicionado.
Cada uno a su manera,
Henry James y James Joyce
atendieron a este
modo de ser escurridizo
en que la realidad se empeña.
Y Glenn Gould, el pianista,
por no poder aislar los ruidos de fondo,
complejizaba aun más el problema
cuando, solapado en algún boliche
de carretera como un especie de espía,
comprobaba que podía seguir
las alternativas de varias
conversaciones simultáneas.
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