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Fantasmas de conversación por Roberto Merino


Diario Las Últimas Noticias
Lunes 1˚ de diciembre de 2014


Es evidente 
que mientras conversamos 
pasan muchas cosas a la vez.  

Las palabras 
del otro nunca nos son 
totalmente transparentes.  

Algunas nos suenan 
de una manera particular, 
material, y son índices 
de procedencias generacionales, sociales.  

A veces son también pistas 
de aspiraciones de clase.  

Cuando escuchamos hablar 
tenemos un porcentaje de la atención 
puesto en lo que efectivamente se nos dice 
y otro tanto en este tipo 
de significantes secundarios. 

A un lingüista podrá parecerle 
que estoy descubriendo América en el mapa 
o en los libros, pero quería llegar a otra cosa.  

Habría además una esfera adicional 
de experiencia asociada 
a estas situaciones cotidianas: 
las imágenes remotas suscitadas 
por el speech de nuestro interlocutor, 
lo que vemos "detrás", 
aquellas escenas súbitas 
que se nos proyectan íntimamente, 
las que raramente comunicamos.

Estamos, por ejemplo, 
en un café de amplias vidrieras 
por las que se ve el tráfago 
de una calle concurrida 
saturada por la luz del verano.  

El que está al frente nuestro, 
haciendo una bolita 
con el sobre usado de azúcar, 
nos cuenta detalles de un regreso, 
desplazamientos, esperas en aeropuertos, 
cambios monetarios, llamadas telefónicas.

Tenemos interés en lo que dice, 
queremos saber más 
porque el modo como esta persona 
mira el mundo nos resulta atractivo.  

Y sin embargo, 
mientras fluyen sus palabras, 
vemos de manera insistente, 
en un segundo o tercer plano, 
algo que no tiene nada que ver: 
una casa en un paisaje 
verde, húmedo, oscuro, 
una tarde que podría ser 
de mediados de agosto, 
una nublada claridad en el cielo, 
gotas de una lluvia reciente 
cayendo de las ramas 
enmarañadas de los árboles. 

Vemos el pórtico de piedra, 
unos rectángulos vidriados 
flanqueando la puerta, 
percibimos dentro 
una situación como de espera.

No sigo porque la descripción 
puede llegar a ser tediosa.  

Pero la experiencia es real
y además me da la impresión 
de que le pasa a todo el mundo.

Estas remisiones inesperadas 
están, por lo demás, sucediendo siempre.  

Si caminamos por los parques 
y hacemos parar los taxis 
con nítida conciencia 
de habitar un presente 
-el presente de todos, 
el que realzan las noticias, 
la «plena actualidad»-
es por una facultad discriminadora 
equivalente a la capacidad 
de los equilibristas 
de caminar por una cuerda tensada.

Sabemos que tenemos 
que mantenernos en esa línea 
para no desbarrar, 
para que el mate no chisporrotee.

Una conversación cualquiera 
es un fenómeno de la mayor complejidad, 
al que hay que agregar otros estímulos: 
la arquitectura del lugar, 
lo alto de las paredes, 
la música de los parlantes, 
las palabras de las personas 
que pasan o se estacionan, 
el ruido de los tenedores, 
el de las copas, 
el de las frenadas de auto, 
el del aparato de aire acondicionado.

Cada uno a su manera, 
Henry James y James Joyce 
atendieron a este 
modo de ser escurridizo 
en que la realidad se empeña.

Y Glenn Gould, el pianista, 
por no poder aislar los ruidos de fondo, 
complejizaba aun más el problema 
cuando, solapado en algún boliche 
de carretera como un especie de espía, 
comprobaba que podía seguir 
las alternativas de varias 
conversaciones simultáneas.

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