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por Roberto Merino
Diario Las Últimas Noticias
Lunes 15 de diciembre de 2014

Mi último libro me ha transferido una fama injusta de amargado. Me doy cuenta por los comentarios jocosos que me hacen a la pasada amigos y conocidos. La imagen de un enfermo del chape, de un neurasténico, es la que más acomoda en este caso.  Un tipo al que su actividad mental le ha impedido desenvolverse en el mundo.  

La idea que «el colectivo» se forma de nosotros puede ser una herramienta o un lastre.  Un periodista me contaba que la fama de pesado le había servido como una especie de cortafuegos para mantener a distancia a lateros, impertinentes y chupadores de energía. Un filósofo, del cual yo sabía que estaba siempre estresado, ocupadísimo, sobrepasado por los deberes, me dijo, al consultarle sobre la situación, que era mentira, que él mismo había echado a correr el cuento para que no lo jodieran más.

Yo he intentado administrar mi imagen con fines pragmáticos.  Me ha ido mal. Una vez escribí una crónica contra los lanzamientos de libros especificando que no asistía a esas instancias del tedio ni como autor, ni como presentador, ni como público.  Pensé que con ello quedaba liberado de nuevas invitaciones: las huinchas.  Desde ese mismo día me han invitado más que nunca.

Así como Glenn Gould quiso suprimir el aplauso en las salas de conciertos, sería bueno estimular la eliminación de los lanzamientos de libros de nuestras costumbres. Son eventos fomes, faltos de alegría y en los cuales se exageran las cualidades intelectuales y personales de los presentados.

He escuchado tantas veces, en estas circunstancias, enfatizar la importancia crucial de tal o cual obra para la lengua castellana, para el destino del país o para la sobrevivencia de la poesía en el mundo. Libros, por lo demás, de los que no se acuerda nadie.  

Las excepciones a la fomedad son escasas.  Una vez Lafourcade quiso aplicar literalmente la expresión «lanzamiento» y amarró un ejemplar de una de sus novelas a un globo aerostático, que se perdió en el cielo nocturno.

La representación de un amargado dista mucho de la autoimagen que tengo.  Me imagino a un vejete de reconcentrados jugos gástricos, controlador y anal, mezquino material y espiritualmente, desvelado de rabia porque el cambio monetario le hará perder cierto porcentaje de intereses, pendiente del barómetro, ofuscado porque las cosas en el mundo ya no van como antes, cuando había disciplina y respeto, pero sobre todo disciplina. Me da la impresión que el amargado odia esencialmente la música, a excepción de las cosas convencionales y lustrosas que nos dejan el ánimo en nivel cero, como los valses de Strauss.

La chapa de amargado no sirve para nada porque no tiene misterio. Preferiría en verdad tener fama de iluminado.  Eso sí que es conveniente, como lo prueba el éxito de los cabecillas de las sectas, que atraen a mujeres jóvenes con la irradiación libidinal de sus chivas.

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