Mucho menos en política. Son cosas tan obvias que parecen escritas en algún manual para principiantes, pero aun así siempre hay gente dispuesta a no escuchar. La gran intriga política de este verano, sobra decirlo, tiene mucho que ver con eso: un familiar se acerca al presidente y le pide un puesto de confianza. La idea es pésima, claro, pero de todos modos insiste. El presidente le dice que se verá mal, que le criticarán por no tener las credenciales necesarias, que más de alguien dirá que es nepotismo, que no es necesario correr riesgos gratuitos. Mucho menos en política. El familiar, sin embargo, ha visto el poder de cerca durante demasiados años y le parece que ese mundo huele muy bien. Que desde ahí la vida se ve mejor. De hecho, cree que lo suyo también es la política. Así, una noche se convence de que pagará el precio, que se tragará todas las críticas que sean necesarias. Y, al poco tiempo, porque hay gente a la que no se le niega nada o porque los lazos familiares son más fuertes que el acero, la familia del presidente pasa a ser -redoble de tambores- una familia de políticos.
Como verán, a Claire Underwood (Robin Wright) se le abrió el apetito. Desde que Francis Underwood (Kevin Spacey) llegó a la presidencia de los Estados Unidos, su mujer ya no se conforma con ser la primera dama. Ahora Claire, el personaje con el mejor peinado de todas las series, quiere dar un paso adelante y transformarse en la embajadora de los Estados Unidos ante la ONU. Más allá de si sus planes se cumplen o no, es interesante cómo la tercera temporada deHouse of Cards, la exitosa serie que recrea lo que hay tras las bambalinas de la política estadounidense y que se puede ver desde hoy en las pantallas de Netflix, enfoca con perspicacia la vida doméstica del poder. O más en concreto, el modo en que una familia -un matrimonio, en este caso- se enfrenta al dilema de favorecer o no a uno de sus miembros con una designación a dedo, que todos saben que será polémica y que, en el mejor de los escenarios, generará pocos problemas.
Cualquiera que haya visto las dos temporadas anteriores ya sabrá que el asunto no es grave, pues Underwood es un tipo creativo que siempre tiene una solución a mano. Pero las peripecias argumentales con las que triunfa cada vez que está en problemas son una parte más de la puesta en escena. House of Cards también está llena de silencios, de miradas cómplices e incluso retrata de un modo magistral cierta experiencia vicaria que supone el poder. Claire, que nunca ejerció un cargo público, no sólo apoyó y forjó la carrera de su marido, sino que incluso dio la cara y mintió frente a las cámaras para salvarle el pellejo. O sea, durante años ha vivido y ejercido el poder a través de Frank como una experiencia en segundo grado, pero ahora que su marido es presidente cree que ya es tiempo de terminar con el simulacro y pasar al frente.
En un momento, sin ir más lejos, lo mira a la cara y dice lo que ya todos sabíamos: “Eres presidente gracias a mí”.
A estas alturas, está claro que Frank Underwood no lo tendrá fácil. De hecho, estarán todos en su contra. Y todos son literalmente todos: los demócratas, los conservadores, la gente de la calle y hasta un presidente de Rusia cómicamente parecido a Vladimir Putin, pues ahora Underwood también conspira fuera de la Casa Blanca. Para colmo, los únicos que estarán de su lado serán los asesores de prensa, aunque esos dos, Remy y Seth, son más terroríficos que los mismos rusos. En todo caso, y como viene siendo una tradición, Frank jamás se sienta a negociar sin un as bajo la manga y esta temporada su ambicioso programa para generar trabajo le salvará -o no, eso queda por verse- el pellejo.
Como verán, a Claire Underwood (Robin Wright) se le abrió el apetito. Desde que Francis Underwood (Kevin Spacey) llegó a la presidencia de los Estados Unidos, su mujer ya no se conforma con ser la primera dama. Ahora Claire, el personaje con el mejor peinado de todas las series, quiere dar un paso adelante y transformarse en la embajadora de los Estados Unidos ante la ONU. Más allá de si sus planes se cumplen o no, es interesante cómo la tercera temporada deHouse of Cards, la exitosa serie que recrea lo que hay tras las bambalinas de la política estadounidense y que se puede ver desde hoy en las pantallas de Netflix, enfoca con perspicacia la vida doméstica del poder. O más en concreto, el modo en que una familia -un matrimonio, en este caso- se enfrenta al dilema de favorecer o no a uno de sus miembros con una designación a dedo, que todos saben que será polémica y que, en el mejor de los escenarios, generará pocos problemas.
Cualquiera que haya visto las dos temporadas anteriores ya sabrá que el asunto no es grave, pues Underwood es un tipo creativo que siempre tiene una solución a mano. Pero las peripecias argumentales con las que triunfa cada vez que está en problemas son una parte más de la puesta en escena. House of Cards también está llena de silencios, de miradas cómplices e incluso retrata de un modo magistral cierta experiencia vicaria que supone el poder. Claire, que nunca ejerció un cargo público, no sólo apoyó y forjó la carrera de su marido, sino que incluso dio la cara y mintió frente a las cámaras para salvarle el pellejo. O sea, durante años ha vivido y ejercido el poder a través de Frank como una experiencia en segundo grado, pero ahora que su marido es presidente cree que ya es tiempo de terminar con el simulacro y pasar al frente.
En un momento, sin ir más lejos, lo mira a la cara y dice lo que ya todos sabíamos: “Eres presidente gracias a mí”.
A estas alturas, está claro que Frank Underwood no lo tendrá fácil. De hecho, estarán todos en su contra. Y todos son literalmente todos: los demócratas, los conservadores, la gente de la calle y hasta un presidente de Rusia cómicamente parecido a Vladimir Putin, pues ahora Underwood también conspira fuera de la Casa Blanca. Para colmo, los únicos que estarán de su lado serán los asesores de prensa, aunque esos dos, Remy y Seth, son más terroríficos que los mismos rusos. En todo caso, y como viene siendo una tradición, Frank jamás se sienta a negociar sin un as bajo la manga y esta temporada su ambicioso programa para generar trabajo le salvará -o no, eso queda por verse- el pellejo.
UN MUNDO PARA FRANCIS
House of Cards, de un tiempo a esta parte, se ha instalado en un sitio privilegiado. No sólo fue la primera serie en triunfar fuera de las pantallas de televisión -o en cuestionar el paradigma de la dosificación programática y soltar de sopetón todos los capítulos de una temporada-, sino que se ha transformado en un objeto cultural profundamente contemporáneo. De hecho, quizá resulte tan contemporáneo precisamente porque lo distribuyen por internet y cada uno lo ve a su antojo, y en él se resumen viejas tácticas y estrategias sacadas de El arte de la guerra, de Sun Tzu, junto con un buen resumen de las tendencias y las noticias internacionales del último año. PorqueHouse of Cards, al parecer, esta vez acepta el reto de transformarse en elzeitgeist o en el espíritu de estos tiempos. Y eso tal vez es lo más fascinante. Al menos en los primeros seis capítulos de este regreso se cuelan las ansias rusas de reaparecer en el mapa internacional, tal como no sucedía desde la guerra fría; los ataques con drones en el Medio Oriente, que transforman a los muertos en daños colaterales; la industria independiente de los juegos de computador, que hace rato logró entrar en el mundo de los adultos; la omnipresencia de los servicios de inteligencia, que rastrean cada una de nuestras búsquedas en Google; o el todavía pobre papel de la mujer en la política -los hombres, muy machitos, aún fuman un habano solos al final de una comida- y así, en una lista larga y dilatada.
Uno de los puntos más interesantes, quizá, es que dos de las Pussy Riot -esa banda feminista rusa que terminó en la cárcel por hacer una performance en la Catedral de Cristo Salvador de Moscú- se reúnen con el ficticio presidente ruso por intermediación de Underwood. Con ese giro, House of Cards devela su mejor carta: las ansias de verosimilitud y las ganas de instalarse ahora como una versión alternativa de la política actual.
Durante sus primeras temporadas, la serie a ratos dejó de lado esa verosimilitud -como cuando Underwood sacaba a Zoe Barnes, la intrépida periodista, de su camino-, pero ahora los guionistas parecen echar pie atrás. A ratos es como si el mensaje fuera somos una ficción, por supuesto, pero quizá no. A buenas y a primeras, los argumentos y las mil maniobras de Frank -que en algún momento llegó a aburrir, tal como aburren todos los personajes que siempre se salen con la suya- en esta temporada parecen más reales y, por lo mismo, menos infalibles.
El matiz no es menor. Si todo es ficción y nada más que ficción, House of Cardses una serie de intrigas políticas. Si ofrece una realidad paralela, o al menos un mundo posible muy parecido al nuestro, perfectamente podría ser una serie de terror.
En una de esas, su éxito tiene que ver con esto mismo. Además de un puñado de excelentes personajes y de un guión inteligente, pareciera que le da al público precisamente lo que quiere ver: la fantasía de que la política es la extensión de la guerra por otros medios, tal como decía Carl von Clausewitz, el famoso militar y estratega prusiano. Que todos esos señores bien vestidos, con trajes a la medida y con asesores que les abren las puertas de los autos con una ligera reverencia, no son más que soldados luchando en un campo sin leyes ni decencia. Que la respetabilidad, a fin de cuentas, se gana con sangre. Que tanta elegancia y sofisticación no puede ser cierta.
House of Cards, de un tiempo a esta parte, se ha instalado en un sitio privilegiado. No sólo fue la primera serie en triunfar fuera de las pantallas de televisión -o en cuestionar el paradigma de la dosificación programática y soltar de sopetón todos los capítulos de una temporada-, sino que se ha transformado en un objeto cultural profundamente contemporáneo. De hecho, quizá resulte tan contemporáneo precisamente porque lo distribuyen por internet y cada uno lo ve a su antojo, y en él se resumen viejas tácticas y estrategias sacadas de El arte de la guerra, de Sun Tzu, junto con un buen resumen de las tendencias y las noticias internacionales del último año. PorqueHouse of Cards, al parecer, esta vez acepta el reto de transformarse en elzeitgeist o en el espíritu de estos tiempos. Y eso tal vez es lo más fascinante. Al menos en los primeros seis capítulos de este regreso se cuelan las ansias rusas de reaparecer en el mapa internacional, tal como no sucedía desde la guerra fría; los ataques con drones en el Medio Oriente, que transforman a los muertos en daños colaterales; la industria independiente de los juegos de computador, que hace rato logró entrar en el mundo de los adultos; la omnipresencia de los servicios de inteligencia, que rastrean cada una de nuestras búsquedas en Google; o el todavía pobre papel de la mujer en la política -los hombres, muy machitos, aún fuman un habano solos al final de una comida- y así, en una lista larga y dilatada.
Uno de los puntos más interesantes, quizá, es que dos de las Pussy Riot -esa banda feminista rusa que terminó en la cárcel por hacer una performance en la Catedral de Cristo Salvador de Moscú- se reúnen con el ficticio presidente ruso por intermediación de Underwood. Con ese giro, House of Cards devela su mejor carta: las ansias de verosimilitud y las ganas de instalarse ahora como una versión alternativa de la política actual.
Durante sus primeras temporadas, la serie a ratos dejó de lado esa verosimilitud -como cuando Underwood sacaba a Zoe Barnes, la intrépida periodista, de su camino-, pero ahora los guionistas parecen echar pie atrás. A ratos es como si el mensaje fuera somos una ficción, por supuesto, pero quizá no. A buenas y a primeras, los argumentos y las mil maniobras de Frank -que en algún momento llegó a aburrir, tal como aburren todos los personajes que siempre se salen con la suya- en esta temporada parecen más reales y, por lo mismo, menos infalibles.
El matiz no es menor. Si todo es ficción y nada más que ficción, House of Cardses una serie de intrigas políticas. Si ofrece una realidad paralela, o al menos un mundo posible muy parecido al nuestro, perfectamente podría ser una serie de terror.
En una de esas, su éxito tiene que ver con esto mismo. Además de un puñado de excelentes personajes y de un guión inteligente, pareciera que le da al público precisamente lo que quiere ver: la fantasía de que la política es la extensión de la guerra por otros medios, tal como decía Carl von Clausewitz, el famoso militar y estratega prusiano. Que todos esos señores bien vestidos, con trajes a la medida y con asesores que les abren las puertas de los autos con una ligera reverencia, no son más que soldados luchando en un campo sin leyes ni decencia. Que la respetabilidad, a fin de cuentas, se gana con sangre. Que tanta elegancia y sofisticación no puede ser cierta.
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