Señor Director:
En una columna reciente Felipe Larraín se preguntaba si acaso "es necesario reemplazar la Constitución vigente o bastaría con reformarla en aquellos puntos sobre los que exista consenso para hacerlo". El dilema no es trivial considerando que una reforma constitucional a gran escala es una modificación mayor de las reglas del juego, con efectos casi inevitables sobre la inversión y el crecimiento económico. Y en la región donde nos insertamos una iniciativa como esta tiene además otras resonancias que deben sopesarse.
América Latina ha sido extremadamente generosa en materia constitucional. No solo porque algunos de sus países han sido capaces de generar decenas de textos constitucionales a lo largo de su existencia (Ecuador y Venezuela lideran con más de una veintena cada uno); también porque han volcado a sus textos constitucionales toda clase de voluntarismos políticos que no han tenido efectos virtuosos para su desarrollo. El continente ha vivido de la ilusión de aprobar constituciones tramposas (para usar un adjetivo que le ha sido adjudicado a la nuestra), que poco o nada han contribuido al bienestar de sus habitantes. Casi podría afirmarse lo contrario, esto es, que son justamente determinadas disposiciones constitucionales el principal obstáculo para su prosperidad. De hecho, el populismo latinoamericano se ha fundado casi siempre a partir de la aprobación de una nueva Carta Fundamental, transformándola en una trampa perfecta de la cual se hace muy difícil escapar. Ninguno de ellos lo ha logrado hasta aquí. No es un hecho menor que entre las reformas favoritas de los gobiernos populistas se cuente la reelección prácticamente indefinida de sus gobernantes.
En el célebre libro "Por qué fracasan las naciones", sus autores explican la desigualdad a través de la interacción de las instituciones políticas y económicas para crear pobreza o prosperidad. Concluyen que son las instituciones políticas y económicas las que determinan si un país es pobre o próspero. En nuestro caso ha existido un cierto consenso sobre cuáles han sido las instituciones que dieron lugar a la prosperidad que alcanzó Chile en los últimos 25 años, las que sin embargo parecerían estar en la mira de quienes anhelan una nueva Constitución para el país. Los casos que remecen a la política actualmente han reforzado sus ansias reformistas. Pero mientras la justicia parece estar operando a cabalidad en estos casos, una ley relativamente simple respecto del financiamiento de la política podría resolver adecuadamente el problema a futuro.
La crisis institucional más grave que puede enfrentar un país es la destitución de su Presidente. Fue el caso de Richard Nixon en Estados Unidos, a raíz del muy conocido escándalo de Watergate. Notablemente, este caso no dio origen a ninguna iniciativa de reforma constitucional, manteniéndose vigente la única Constitución por la que se ha regido ese próspero país por más de 200 años. En cuanto a la dimensión económica del debate constitucional, que podría tener lugar más pronto que tarde, los tímidos brotes verdes que asoman en la economía dependen de manera crucial de la forma y fondo que aquel adquiera para consolidarse. Ninguna decisión del Gobierno será más trascendental para la evolución de nuestra economía en los próximos años.
Claudio Hohmann
En una columna reciente Felipe Larraín se preguntaba si acaso "es necesario reemplazar la Constitución vigente o bastaría con reformarla en aquellos puntos sobre los que exista consenso para hacerlo". El dilema no es trivial considerando que una reforma constitucional a gran escala es una modificación mayor de las reglas del juego, con efectos casi inevitables sobre la inversión y el crecimiento económico. Y en la región donde nos insertamos una iniciativa como esta tiene además otras resonancias que deben sopesarse.
América Latina ha sido extremadamente generosa en materia constitucional. No solo porque algunos de sus países han sido capaces de generar decenas de textos constitucionales a lo largo de su existencia (Ecuador y Venezuela lideran con más de una veintena cada uno); también porque han volcado a sus textos constitucionales toda clase de voluntarismos políticos que no han tenido efectos virtuosos para su desarrollo. El continente ha vivido de la ilusión de aprobar constituciones tramposas (para usar un adjetivo que le ha sido adjudicado a la nuestra), que poco o nada han contribuido al bienestar de sus habitantes. Casi podría afirmarse lo contrario, esto es, que son justamente determinadas disposiciones constitucionales el principal obstáculo para su prosperidad. De hecho, el populismo latinoamericano se ha fundado casi siempre a partir de la aprobación de una nueva Carta Fundamental, transformándola en una trampa perfecta de la cual se hace muy difícil escapar. Ninguno de ellos lo ha logrado hasta aquí. No es un hecho menor que entre las reformas favoritas de los gobiernos populistas se cuente la reelección prácticamente indefinida de sus gobernantes.
En el célebre libro "Por qué fracasan las naciones", sus autores explican la desigualdad a través de la interacción de las instituciones políticas y económicas para crear pobreza o prosperidad. Concluyen que son las instituciones políticas y económicas las que determinan si un país es pobre o próspero. En nuestro caso ha existido un cierto consenso sobre cuáles han sido las instituciones que dieron lugar a la prosperidad que alcanzó Chile en los últimos 25 años, las que sin embargo parecerían estar en la mira de quienes anhelan una nueva Constitución para el país. Los casos que remecen a la política actualmente han reforzado sus ansias reformistas. Pero mientras la justicia parece estar operando a cabalidad en estos casos, una ley relativamente simple respecto del financiamiento de la política podría resolver adecuadamente el problema a futuro.
La crisis institucional más grave que puede enfrentar un país es la destitución de su Presidente. Fue el caso de Richard Nixon en Estados Unidos, a raíz del muy conocido escándalo de Watergate. Notablemente, este caso no dio origen a ninguna iniciativa de reforma constitucional, manteniéndose vigente la única Constitución por la que se ha regido ese próspero país por más de 200 años. En cuanto a la dimensión económica del debate constitucional, que podría tener lugar más pronto que tarde, los tímidos brotes verdes que asoman en la economía dependen de manera crucial de la forma y fondo que aquel adquiera para consolidarse. Ninguna decisión del Gobierno será más trascendental para la evolución de nuestra economía en los próximos años.
Claudio Hohmann
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