De héroes saltados olímpicamente o socavados por dentro, a la dimensión coreográfica de películas corales (a veces fallidas) de un cine anclado no en la mirada de un protagonista sino a un cierto ethos colectivo...
HÉCTOR SOTO,
Hoy el asunto puede mover a risas, pero hasta bien entrados los años 60 los cineastas de izquierda todavía seguían abrumados por el desafío de filmar películas que trascendieran la perspectiva individual de los héroes cinematográficos y entregaran al público la dimensión colectiva de los procesos históricos. Malas lecturas de Eisenstein y otros clásicos del cine soviético los hacían rechazar de plano al héroe solitario. El protagonismo en un cine verdaderamente revolucionario tenía que ser del pueblo. Lo demás era una concesión reaccionaria al cine de Hollywood, tras el cual, sí, hay una vigorosa tradición de desconfianza por la colectividad y de exaltación del individuo.
Por cierto que no es fácil hacer películas de protagonismo colectivo. Ni siquiera lo es articular historias en las cuales el perfil del protagonista sea muy débil o esté demasiado diluido. Aparte de otros, este quizás sea el mayor problema de la última cinta de Paul Thomas Anderson, Vicio propio, basada en la novela homónima de Thomas Pynchon. La cinta no funciona mal como aproximación a la atmósfera y al clima emocional que acompañó en los Estados Unidos al derrumbe de los sueños utópicos de los años 60. Pero la verdad es que la obra es muy poco satisfactoria como relato, como experiencia de provocación intelectual y emocional, entre otras cosas porque la trama es casi incomprensible, porque nunca sabemos bien quién está narrando y porque a estas alturas es difícil que algún espectador pueda identificarse con un detective privado patilludo y volado que no hace otra cosa que pitear durante toda la película. Qué envidia, dirán algunos. El problema es que nadie tiene muy claro de qué modo ese personaje está viendo y sintiendo el mundo y, por lo mismo, es improbable que el público pueda ponerse en su lugar. No es la primera vez que el cine de Anderson cojea por este lado. Ya en Petróleo sangriento costaba decidir si el director estaba con el padre o el hijo y la misma confusión terminó sepultando a The master en el nicho de las rarezas fílmicas, como historia de un gurú que nunca logramos comprender y de un discípulo que termina siendo aun más marciano que el maestro.
Desde este ángulo, el resultado de Vicio propio es lamentable porque Anderson filmó en los años 90 dos títulos excepcionales -Boogie nights y Magnolia- que llevaron muy lejos la idea del peso del colectivo en las decisiones individuales. Las dos fueron películas más bien corales, pero las dos tuvieron ejes emocionales sólidos y claros. De hecho las dos fueron cintas muy emotivas. Que este largometraje no lo sea habla de una insuficiencia en la construcción de la historia. Algo se hizo mal ciertamente si al espectador le termina importando un rábano lo que les ocurra o deje de ocurrir a los personajes.
Hoy se ve más claro que nunca que -quizás mucho más que a Scorsese- el mejor cine de Anderson tributó a Robert Altman. Altman, que filmó películas notables pero también unas cuantas infamias, fue un cineasta muy heterodoxo y un tanto anarco. Curiosamente, bien podría ser quien fue más lejos, en títulos como Un día de bodas, Nashville o Short Cuts, la idea de un cine anclado no a la mirada de un protagonista sino a un cierto ethos colectivo. Quizás por eso las buenas películas suyas tenían una dimensión coreográfica que recogía muy bien el espíritu de los tiempos, por decirlo así. No importaban tanto los carácteres como las interacciones de grupo. Altman no dejó para la posteridad grandes héroes. Pero sí momentos gloriosos de la llamaba comedia humana.
Así como Robert Altman se saltó de manera olímpica la figura del héroe, así también hay realizadores que la socavan desde dentro. No sólo en este plano Scorsese ha sido un maestro. Varias de las figuras protagónicas de su cine -Taxi driver, Toro salvaje, El lobo de Wall Street- son verdaderos descensos a la patología pura y dura de estos tiempos. Scorsese tiene debilidad por los héroes enfermos y escindidos y este sería un sesgo privado suyo sin la más mínima importancia si no fuera porque sus películas son capaces de instalarnos -no siempre a disgusto- en el centro de esos traumas y esquizofrenias. Son las de sus personajes, son las suyas y, en alguna medida, son también las nuestras.
Por cierto que no es fácil hacer películas de protagonismo colectivo. Ni siquiera lo es articular historias en las cuales el perfil del protagonista sea muy débil o esté demasiado diluido. Aparte de otros, este quizás sea el mayor problema de la última cinta de Paul Thomas Anderson, Vicio propio, basada en la novela homónima de Thomas Pynchon. La cinta no funciona mal como aproximación a la atmósfera y al clima emocional que acompañó en los Estados Unidos al derrumbe de los sueños utópicos de los años 60. Pero la verdad es que la obra es muy poco satisfactoria como relato, como experiencia de provocación intelectual y emocional, entre otras cosas porque la trama es casi incomprensible, porque nunca sabemos bien quién está narrando y porque a estas alturas es difícil que algún espectador pueda identificarse con un detective privado patilludo y volado que no hace otra cosa que pitear durante toda la película. Qué envidia, dirán algunos. El problema es que nadie tiene muy claro de qué modo ese personaje está viendo y sintiendo el mundo y, por lo mismo, es improbable que el público pueda ponerse en su lugar. No es la primera vez que el cine de Anderson cojea por este lado. Ya en Petróleo sangriento costaba decidir si el director estaba con el padre o el hijo y la misma confusión terminó sepultando a The master en el nicho de las rarezas fílmicas, como historia de un gurú que nunca logramos comprender y de un discípulo que termina siendo aun más marciano que el maestro.
Desde este ángulo, el resultado de Vicio propio es lamentable porque Anderson filmó en los años 90 dos títulos excepcionales -Boogie nights y Magnolia- que llevaron muy lejos la idea del peso del colectivo en las decisiones individuales. Las dos fueron películas más bien corales, pero las dos tuvieron ejes emocionales sólidos y claros. De hecho las dos fueron cintas muy emotivas. Que este largometraje no lo sea habla de una insuficiencia en la construcción de la historia. Algo se hizo mal ciertamente si al espectador le termina importando un rábano lo que les ocurra o deje de ocurrir a los personajes.
Hoy se ve más claro que nunca que -quizás mucho más que a Scorsese- el mejor cine de Anderson tributó a Robert Altman. Altman, que filmó películas notables pero también unas cuantas infamias, fue un cineasta muy heterodoxo y un tanto anarco. Curiosamente, bien podría ser quien fue más lejos, en títulos como Un día de bodas, Nashville o Short Cuts, la idea de un cine anclado no a la mirada de un protagonista sino a un cierto ethos colectivo. Quizás por eso las buenas películas suyas tenían una dimensión coreográfica que recogía muy bien el espíritu de los tiempos, por decirlo así. No importaban tanto los carácteres como las interacciones de grupo. Altman no dejó para la posteridad grandes héroes. Pero sí momentos gloriosos de la llamaba comedia humana.
Así como Robert Altman se saltó de manera olímpica la figura del héroe, así también hay realizadores que la socavan desde dentro. No sólo en este plano Scorsese ha sido un maestro. Varias de las figuras protagónicas de su cine -Taxi driver, Toro salvaje, El lobo de Wall Street- son verdaderos descensos a la patología pura y dura de estos tiempos. Scorsese tiene debilidad por los héroes enfermos y escindidos y este sería un sesgo privado suyo sin la más mínima importancia si no fuera porque sus películas son capaces de instalarnos -no siempre a disgusto- en el centro de esos traumas y esquizofrenias. Son las de sus personajes, son las suyas y, en alguna medida, son también las nuestras.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
COMENTE SIN RESTRICCIONES PERO ATÉNGASE A SUS CONSECUENCIAS