por Roberto Merino
Diario Las Últimas Noticias
Lunes 23 de febrero de 2015
La calle en la que vivo debe ser una de las más ruidosas de Santiago.
Hablo de ruido incisivo, persistente, no del sordo rumor de la ciudad.
Ahora mismo, mientras escribo, escucho el sonido afónico
de una bomba propulsora con la que están limpiando el pavimento.
Dicen que ha habido un derrame de líquidos percolados.
Un problema vinculado a un supermercado cercano.
Cuesta mucho de esta manera pensar en cualquier cosa
y lo que se impone es una especie de angustira de encierro.
En cualquier parte del mundo esto sería considerado una demencia:
ruido de fierros furiosamente friccionados durante horas.
En la noche hay fiestas en los departamentos de los edificios vecinos.
Si son lejanas no molestan nada, se perciben como música
y conversaciones de fondo para acunar el sueño.
Operan como discreta compañía nocturna.
A veces, sin embargo, se verifican aquí mismo, a veinte metros.
El golpeteo de las baterías programadas en 2 por 4, incesantes,
va dejando su huella en la conciencia machacada.
A través de las ventanas
-que no se pueden cerrar por riesgo de sofoco-
se filtran las voces humanas irregulares, como a tropezones.
Cuando una brecha de silencio nos produce un momentáneo alivio,
cuando creemos que podremos restituir el sueño descosido,
viene una nueva carga: graznidos cascados de viejas opinantes,
recriminaciones de curados, carcajadas imbéciles.
Cuando los fiesteros se han ido con sus respectivas resacas
aparece -por segunda o tercera vez en el día- el camión de la basura,
acelerando y desacelerando, frenando con chirridos,
mientras los basureros chiflan entre ellos y dejan caer
bruscamente las tapas de los contenedores plásticos.
Antes de las siete de la mañana llegan los camiones
que abastecen a los negocios de las inmediaciones,
a un par de supermercados, a una tienda de «retail»,
a panaderías, ferreterías, qué sé yo.
Tratan de ocupar su puesto en la zona de descarga,
para lo cual se estacionan en reversa, activando
unos pitidos eléctricos propios de este tipo de maniobras.
Luego algunos se quedan esperando con el motor encendido,
cuyo sonido continuo, desesperante, se encajona en las paredes
de los edificios y llega multiplicado y amplificado
a los departamentos ubicados en los pisos superiores.
Se entenderá que el corolario de estos estímulos
repetidos todos los días es un tremendo cansacio,
un desgaste que va minando el ánimo desde un segundo plano.
Por eso, hacia las once, el momento en que se presentan
los músicos a animarle la cueca a los clientes de los cafés,
uno siente el impulso, las ganas, de largar un grito paralizante.
Se hablaba antes de la «jungla de cemento»
para explicar la ferocidad de la vida urbana, pero sé
que la actividad acústica de la jungla es más armoniosa.
Los músicos callejeros
son por lo general pésimos.
No por una cuestión técnica, sino
porque parecen tocar con mala voluntad.
Sean jazzistas a la usanza de Nueva Orleans,
quenistas de ojos cerrados
o intérpretes de tangos en armónica,
siempre parecen muy distantes
a la emoción específica de la música.
Ah, «Tea for two»,
«El pájaro campana», «Gracias a la vida»,
el sonsonete edulcorado de unos días exasperantes.
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