por don José Miguel Ibáñez Langlois
Diario El Mercurio, Cuerpo Artes y Letras
Domingo 28 de Marzo de 2010
A la luz de la luna de Nisán,
postrado sobre el polvo de Getsemaní,
Jesús cometió un «descuido»
que nos consuela tanto
y que tanto le agradecemos:
dejó escapar de su naturaleza humana
-a la que repugnaba el sufrimiento,
¡como a nosotros!- esa palabra llena de angustia:
"Padre, si quieres, aparta de mí este cáliz" (Lc 22, 42).
¿Qué cáliz?
El indeciblemente asqueroso,
el que contenía todas las abominaciones,
crueldades, prostituciones, orgullos, desamores,
traiciones, infamias de la historia humana,
desde el pecado de Adán hasta el último
que se cometa sobre la Tierra.
Este cáliz no fue apartado de él;
como contenía nuestra salvación,
lo bebió con infinito amor hasta las heces:
«Pero no se haga mi voluntad sino la tuya» (Mc 14, 36).
La agonía del huerto
Para salvarnos, Jesús hizo suyos
todos los pecados del mundo.
No los llevó sobre sus hombros,
como un inconmensurable peso ajeno,
o como un castigo jurídico
en sustitución del nuestro,
lo que habría sido mucho, pero muy poco.
Él llevó nuestros pecados
sobre su propia conciencia,
como si los hubiera cometido él mismo.
Dice San Pablo:
«A él, que no conoció pecado,
Dios lo hizo pecado, para que nosotros
fuéramos santidad de Dios» (2 Cor 5, 21).
Por amor nuestro,
él se ensució todo entero
con nuestra cochina miseria.
No se entiende de otro modo
la terrible noticia del huerto:
«Angustiada está mi alma hasta la muerte» (Mt 26, 38).
«Y comenzó a sentir tedio y pavor» (Mc 14, 33).
¡El tedio y pavor, mortal angustia!
¿Está enfermo, está fuera de sí?
No: simplemente está en nuestro lugar,
el de nuestros pecados.
Algo análogo ocurre con nuestros dolores,
como había profetizado Isaías:
«Él tomó sobre sí nuestras enfermedades,
él cargó con nuestros dolores» (53, 4).
Podría pensarse que su divinidad
lo blindó con una suerte de anestesia divina,
como si pudiéramos alegarle
en nuestras peores aflicciones:
sí, pero tú no sufriste esto ni aquello,
esta desgracia mía.
¿No la sufrió? ¡Qué ocurrencia!
Fue todo lo contrario: su divinidad operó
como un inmenso espacio de resonancia,
que multiplicara hasta el infinito
los horrores de su pasión,
en la cual se contienen
todos los sufrimientos del género humano.
Bien podemos decir
que su pasión redentora
es lo más íntimo y profundo y personal
que ha sucedido a cada uno de nosotros.
Porque se trata de nuestra salvación,
es decir, de aquella meta
que seguiría estando más allá
de todas las posibles metas de este mundo,
si las hubiéramos alcanzado.
Salvarnos es poder ser acogidos
en el infinito corazón de Dios,
ahora mismo y en la eternidad.
Sólo él, Dios y hombre verdadero,
único mediador entre el cielo y la tierra,
podía redimirnos.
Acerca del pecado en sí,
nosotros tenemos una noción suficiente
como para ser culpables,
pero sólo Cristo sabe qué es el pecado,
sólo sus ojos abarcan ese abismo insondable del mal.
De allí que, al apropiárselo, transpire
por todos los poros de su cuerpo
esos espantosos sudores de sangre,
como anota San Lucas, médico (cf 22, 44).
Es la siniestra hematidrosis de angustia,
para horror de los mismos ángeles
que lo contemplan y adoran.
Los sufrimientos físicos
Antes, durante y después
de las dos parodias de juicio
-frente a Anás y Caifás y frente a Poncio Pilato-,
Jesús padeció en silencio,
con mansedumbre y paciencia inauditas,
una lluvia interminable de golpes, arrastres,
azotes, patadas, bofetadas, cortes, clavaduras,
desgarros, con sus sendas burlas, vejámenes,
injurias, sarcasmos, afrentas, blasfemias sin fin.
Sucesivos grupos de bestias humanas
-guardias, soldados, verdugos-
se los infligieron hasta el límite
de su propio cansancio,
azuzados por sus autoridades
(¿judíos?, ¿romanos?: no,
sino nosotros los pecadores todos,
que lo crucificamos).
Cristo habría muerto muchas veces
bajo esas palizas interminables,
si no hubiera recibido
los especiales auxilios divinos
que le permitieran llegar
hasta donde debía:
hasta el último grito de la cruz:
"Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu" (Lc 23, 46).
Nuestras representaciones plásticas
nos entregan una versión
muy, muy suavizada de esos espantos:
un crucificado que parece
un ejercicio de anatomía estética,
con uno que otro rasmillón,
una corona casi decorativa y, en suma,
poca sangre en un blanco cuerpo donde,
en la realidad, no quedó superficie alguna
que no estuviera contusa y amoratada.
Se entiende la razón de estas censuras:
no horrorizar las sensibilidades finas
ni los estómagos delicados.
Pero es bueno saber que la pasión no fue así.
Por lo demás, los mismo evangelistas
son parcos al respecto,
sólo que por motivos muy distintos:
por el laconismo extremo de su lenguaje,
y porque ellos podían dar por supuesto
en sus lectores el conocimiento directo
de una flagelación o de una crucifixión romana:
qué cantidad abrumadora de azotes hubo,
cuál era su violencia salvaje,
cómo eran esos látigos de cuero con puntas metálicas,
y de qué morían los crucificados
(¡de puro sufrimiento, y en cámara lenta!).
La pena mística del alma
Con todo, y más allá del dolor físico,
el fondo último de la pasión
-el más unido a nuestros pecados-,
supera con mucho la inteligencia humana.
Es la pena mística del espíritu:
la ausencia de Dios en el corazón de Cristo,
la noche oscura de su alma,
ya sugerida en la angustia del huerto,
pero consumada en la cruz:
«Dios mío, Dios mío,
¿por qué me has desamparado?» (Mt 27, 46).
Sí, ¿por qué?
Porque Dios abandona al pecador, dice la Escritura,
y Jesús está en la cruz haciendo suyos todos nuestros pecados.
Pero, ¿cómo puede el Padre eterno
separarse del Hijo Eterno,
consubstanciales en la Trinidad?
Tratemos de expresarlo (pobremente) así:
la sensibilidad de Jesús queda vacía y a oscuras;
no siente a Dios, no siente sino desamparo,
aunque el vértice superior de su espíritu
esté absolutamente unido a Él.
Jesús se arrojó a esas tinieblas impenetrables
porque nos amó perdidamente, locamente.
Habría bastado con mucho menos:
¿por qué tanto, tantísimo dolor?
Porque Cristo nos quiso redimir
de la manera más plena y más amorosa
que sea concebible (o inconcebible).
Se diría que Dios mismo
no pudo ir más lejos
para atraernos hacia Sí,
para ganarnos (sin violentar nuestra libertad).
Así nos dejó trazado a nosotros el camino:
«El que quiera venir en pos de mí,
niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame» (Mt. 16, 24).
Tomar nuestra cruz:
las pruebas que la divina providencia
permite para purificarnos
-enfermedad, penas, pobreza,
males de amor, fracasos, contrariedades-
no están destinadas a recibirse con rebeldía:
sólo serán cruz de Cristo -y redención nuestra-
si las recibimos con fe y amor,
como rezamos en el Padrenuestro:
«Hágase tu voluntad...».
Por más que llevemos siglos tratando de inventarlo,
el cristianismo sin cruz no existe.
La cruz de Cristo
es el secreto máximo de nuestra fe,
de nuestra esperanza,
de nuestro amor a Dios y al prójimo,
de nuestra alegría.
Y eso ocurre justamente
porque el Calvario es el camino,
pero no la última palabra:
la última -desde ahora mismo-
es la gloria de la resurrección,
la de Cristo y la nuestra,
según repite San Pablo:
vivir con Cristo y morir con Cristo
para resucitar con Cristo.
Con razón decimos
que Jesús crucificado
es el libro abierto donde podemos leer
la inmensidad del amor
con que hemos sido amados.
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