Tremenda novedad: el cine de Clint Eastwood vuelve al banquillo de los acusados. Esta vez es por Francotirador, la trágica historia de Chris Scott Kyle, miembro de los Navy Seals, grupo de fuerzas especial de la armada, quien con 160 muertes confirmadas figura entre los francotiradores más efectivos de la historia militar estadounidense. El eje de la polémica en torno a su película no es muy distinto al de otras oportunidades, porque vuelve a confundir el qué se muestra con el cómo se muestra. Obviamente son muchos los indignados porque este es un relato articulado desde el punto de vista del protagonista, un hijo de la América profunda, un cowboy que procede de Texas y que, en un arrebato de patriotismo, termina enrolándose tras la conmoción que le produce el espectáculo del atentado terrorista a la embajada americana en Nairobi de 1998. Lo que vemos, entonces, tiene todos los sesgos de la composición de mundo de ese guerrero incondicional que se va convirtiendo a lo largo de cuatro misiones sucesivas en un adicto a la guerra.
Hasta ahí corre el qué, que pertenece al protagonista. En el cómo, la intervención de Eastwood es mucho mayor. Porque la película, aun sin plantearse la legitimidad de la invasión a Irak, lo que muestra no sólo es una guerra caótica, inconducente, desalmada e inviable desde el punto de vista militar, sino también un personaje que va perdiendo gradualmente el control sobre sí mismo, doblegado por el infierno bélico y sus propios demonios internos. La verdadera tensión de Francotirador está más en la conciencia del protagonista que en el desenlace de los operativos militares en los cuales participa. Eso explica el tono resueltamente trágico del relato. Chris Kyle había aprendido en su casa a dividir el mundo entre ovejas, lobos y perros pastores. Por eso se enroló. Siempre sintió que el mundo era un campo de batalla un tanto confuso, es cierto, quizás porque como le enseñaron en la iglesia ahora no vemos a Dios sino como a través de un lente oscuro. Pero es un mundo donde de todos modos se están jugando valores absolutos y terminales. Como Kyle nunca había sido oveja y probablemente se horrorizaba con la posibilidad de ser lobo, casi no tuvo alternativa y abrazó la vida militar con una devoción que se va tornando cada vez más enfermiza. Eastwood podrá ser un redomado republicano y un director que jamás se compró los discursos antimilitares de Kubrick o el pacifismo a todo evento de Oliver Stone, pero si hay algo que conoce bien son los límites del patriotismo, como le consta a cualquiera que haya visto La conquista del honor y Las cartas de Iwo Jima. Y si hay algo que sabe hacer como cineasta (no menos que Scorsese, por dar un ejemplo) es ponerse en el lugar de sus personajes, por fuertes que sean los rasgos patológicos que manifiesten.
Francotirador tiene algo de réquiem sobre esa América conservadora y arcaica, violenta y redneck. Entre otras cosas, porque la modernidad se la está tragando, porque sus parámetros de bien y mal sintonizan cada vez menos con la realidad. Y porque hasta la Historia se ha encargado de demoler el mito americano del destino manifiesto. El propio destino de Chris Kyle, especie de último mohicano, muerto por otro veterano de guerra en circunstancias que el relato no aclara, tiene algo de cuento fallido y las melancólicas banderas americanas que (en los créditos finales) agitan diversos grupos de veteranos por la carretera el lluvioso día del funeral de Kyle, junto con ser un tributo a la memoria del más diestro de todos ellos con el fusil, son también como los estertores de un mundo que está muriendo. Ese es el sentido de esta película. A los 84 años, Eastwood es un cineasta que no tiene nada de complaciente.
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