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Densidad cultural‏

MATÍAS RIVAS, 


La falta de densidad cultural del debate que se está sosteniendo en el país es apabullante. Estamos discutiendo asuntos claves para el desarrollo de la sociedad, sin embargo, lo que se escuchan son frases con más intención que contenido, unas con más y otras con menos rabia, pero al final, más que oír un intercambio de conocimientos se escuchan ladridos, amenazas y respuestas olímpicas.
¿Qué significa falta de densidad cultural? A mí entender, que no se están sopesando las implicancias de aquello que está se está discutiendo. O que los actores eluden los problemas de fondo para quedarse en consignas superficiales. Por ejemplo, cuando hablamos de modificar la educación, estamos en el fondo refiriéndonos a cambiar la cultura en su sentido más amplio. La educación no es un conjunto de colegios, profesores y alumnos. Es también una cuestión filosófica. Michel Foucault señala sobre esto: “Todo sistema de educación es una forma política de mantener o de modificar la adecuación de los discursos, con los saberes y poderes que implican”. Es decir, lo que está en juego es qué tipo de filiaciones estableceremos entre el poder y el saber. Lo que explica la crispación de actores como la Iglesia, que sin duda comprenden que no se trata solo de dinero, ni de la calidad en las aulas. Es un tema más complejo. Para Gille Deleuze, el poder es el ejercicio; y el saber, el reglamento.
Estas disquisiciones y citas podrán parecer enredadas,innecesarias o impertinentes a los que ven las cosas desde la orilla de los números, desde la política de vereda y fáctica. Lo extraño es que estos señores y señoras que se sienten llamados a cambiar la cultura no observen que el primer paso para hacerlo es transformar el lenguaje. Pero hablan igual que antes, sin mayor espesor, con cuñas pauteadas, sin elaboración. Ello es un síntoma evidente de la exigua densidad cultural de los interlocutores visibles. Otro síntoma es la falta de alusiones a lecturas en el poco material por escrito que sale en la prensa de los detractores y de los que apoyan los cambios, salvo los expertos. Esta situación atmosférica provoca desconfianza y temor, ya que lo que se exhiben son principios y voluntades antes que reflexiones.
Esta pobreza no se limita solo al mundo político, ni a las elites. Se trata de un estado generalizado. Lo muestra la Encuesta Latinoamericana de Hábitos y Prácticas Culturales 2013, realizada por la Organización de Estados Iberoamericanos (OEI). Los resultados nos dejan por el suelo como país con aspiraciones al desarrollo: leemos menos que la media de nuestros vecinos (2,8 libros al año) y la mayoría lo hace por motivos profesionales o de estudio. Estamos muy por debajo de México, Argentina, Brasil, Uruguay, Guatemala y Costa Rica, por solo nombrar a los países que más leen. Según la misma medición, el 10% va al cine una vez a la semana, y uno de cada cinco chilenos escucha música a diario. Estamos entre los países donde más sujetos se conectan a Internet. Y lo que la mayoría busca en la web son vídeos on line (95,5%). El daño que nos hemos infligido como sociedad al banalizarnos a estos niveles puede desembocar en la estulticia y de ahí a la barbarie hay metros.
Si sumamos los resultados del estudio El Escenario del Trabajador Cultural en Chile, del Observatorio de Políticas Culturales, podemos comenzar a entender las causas del desastre. La depreciación de las humanidades ha llevado, según esta investigación, a que los trabajadores culturales estén más preparados que los médicos, sin embargo, reciban sueldos inferiores a las temporeras. Son estas personas, junto a los profesores, los encargados de entregar los suministros que necesitamos para afinar nuestro juicios y transformarnos en una nación menos bananera y más responsable.

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