La hora de los balances a pérdida
Es tanta el agua que ha corrido bajo los puentes en la última década -también es posible que desde mucho antes- que hasta el viejo y entrañable ejercicio cinéfilo de escoger la mejor película del año se ha vuelto una antigualla. ¿Mejor en qué sentido? ¿Mejor para quién? Y, más importante, mejor considerando qué: ¿todo lo que llegó a las salas, todo lo que usted vio por su cuenta, todos los títulos que le ofrecieron canales como Netflix o Apple TV, y también todo lo que pudo ver en su computador sin preguntarle a nadie y sin siquiera compartir con sus amigos?
Ya es un lugar común decir que este negocio, esta industria, este fenómeno cultural que es el cine está cambiando. Hace algunos meses, Javier Porta Fouz, el director de El Amante, notable crítico argentino, entregó una medida reveladora de la transformación de la industria. Contó que de las 10 películas más vistas en Estados Unidos de 1993, nueve fueron protagonizadas por personas y una por personas y dinosaurios (Jurassic Park). En ese grupo de realizaciones exitosas, ninguna era una secuela, tampoco había adaptaciones de un cómic y ninguna respondía a eso que llaman cine de animación. Sólo una, El fugitivo, estaba basada en una serie de TV. Diez años después, en 2003, el virus del efectismo trucho ya se estaba manifestando y ocho de las realizaciones top ten ya tenían componentes fantásticos y/o de ciencia ficción; una era una película de animación y seis eran secuelas de otras películas. Veinte años después, en 2013, seis de los 10 títulos que barrieron en la taquilla tenían componentes fantásticos o de ciencia ficción, otros tres eran de animación, y el que restaba era Rápido y furioso 6, que -reconozcamos- nunca fue un modelo de película intimista o introspectiva. Seis de esas cintas, por otra parte, eran secuelas. Las películas con gente de la calle, con gente que no vuela ni tiene poderes telepáticos, con gente que se enamora o se desamora, que tiene problemas en su familia o dificultades para pagar las cuentas a fin de mes, habían desaparecido. Se siguen haciendo, seguramente, pero ya no llegan a las multisalas.
Ese es un aspecto del cambio. Hay muchos otros. Hoy la identidad y naturaleza de las películas están muy condicionadas por los espacios donde sea posible verlas.Las multisalas están dejando de ser un puente efectivo de conexión con el público para el cine independiente y es mejor no preguntar por las cifras de asistencia a las películas chilenas, porque son misérrimas. Reclamar contra el aparato de distribución o exhibición es fácil, porque da dividendos en términos de corrección política y permite esconder la cabeza ante el problema, como los avestruces. Permite ignorar, por ejemplo, que ni el cine independiente ni el chileno han hecho bien la tarea de inventar salidas alternativas dado que el público de las multisalas va definitivamente en busca de otra cosa.
Hay razones para tener una mirada apocalíptica frente a lo que viene. Y también para que podamos congratularnos, todavía, de ver títulos como los rescatados por Rodrigo González en su crónica del domingo pasado en este diario,luego de encuestar a varios críticos. El listado que preparó -que va de La vida de Adele a El lobo de Wall Street, de Balada de un hombre común a Jersey Boys, o de Matar a un hombre a Soy mucho mejor que voh, en la producción nacional- se ve incluso potente. Pero uno se pregunta si, descontados dos o tres títulos que efectivamente movieron las agujas de la taquilla o, más que eso, que en algún momento fueron parte de la conversación de la gente, ¿no será esto un tributo a la pura excepción y al gusto minoritario?
Sí, de acuerdo, a lo mejor siempre fue así. Pero nunca fue tanto y algo hay ahora en los rankings de la crítica que parecen operativos más o menos heroicos de resistencia cultural. Qué agote. Este era antes un fenómeno que en general se entendía bien con el público. Ahora la alianza es muy precaria y sólo por vía de excepción. Pierde, desde luego, la gente. Pero también la crítica y pierde sobre todo el cine.
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