“Pasó, por lo visto, la época de la transición, la de la prudencia conversada, concertada, y entramos en otro período de polarización, de combate, de cambios, con la ilusión implícita de que los cambios serán necesariamente para mejor, para terminar de una vez por todas con las injusticias pasadas”.
Por Jorge Edwards
La gran política está obligada a cuidar el lenguaje, pero la política menor, politiquera, no puede respetarlo demasiado. Si lo respetara tanto, dejaría de ser lo que es. Montaigne decía que cuando discutía con un adversario, tenía tendencia a comprender algunos de sus argumentos. Incluso, a veces, a sentirse de acuerdo con él en forma por lo menos parcial. Esto, naturalmente, sirve mucho para mantener la paz interna, pero no para intervenir en la refriega cotidiana. Discutir para acercarse a una verdad, para salir de una posición rígida y dar un paso adelante, es una cosa. Hacer agitación, perorar, tratar de ganar votos por medio de palabras, de discursos, es otra.
En el Chile de hoy se escuchan voces desdeñosas, críticas, de la antigua política de los consensos, de los acuerdos. Algunos celebran que el término “concertación”, que nombraba a la coalición de centroizquierda y aludía a la idea de aunar voluntades diferentes, dispersas, haya sido reemplazado por el de “nueva mayoría”, que parece referirse a una máquina inexpugnable, indiscutible, arrolladora, menos respetuosa de las minorías. Pasó, por lo visto, la época de la transición, la de la prudencia conversada, concertada, y entramos en otro período de polarización, de combate, de cambios, con la ilusión implícita de que los cambios serán necesariamente para mejor, para terminar de una vez por todas con las injusticias pasadas. Y es injusto, naturalmente, que una enorme empresa industrial pague una patente de siete mil pesos anuales, inferior a la que paga una modesta librería literaria del barrio de Providencia. Salvo que juzguemos por las apariencias y que los pagos reales sean otros, pero detener el juicio, desmenuzar, dudar, no son costumbres políticas. Si uno se aficiona a esos procedimientos mentales, mejor es no entrar en parlamentos o ministerios.
La polémica consiste en servirse de las palabras, en aprovecharse de ellas, en estrujarlas, no en examinarlas y tratarlas con tanto respeto. Porque los cambios tan mentados, tan idolatrados en viejos tiempos, no son necesariamente para mejor. Hasta he leído que se le reprocha a la Democracia Cristiana su tendencia -¿culpable, pecaminosa?- a introducir reservas, disquisiciones, matices. Como si no bastara con la flamante mayoría nueva para acabar con esos preciosismos, con esas reticencias sutilmente hipócritas, solapadamente traidoras.
En buenas cuentas, el tiempo de las transiciones, tiempo de diálogos, de reencuentros, de fanatismos desmontados por la experiencia, fue importante. Habría sido conveniente cambiarle el nombre para que no resultara, precisamente, demasiado transitorio. Felipe González, hace pocos días, mencionó en forma discreta la posibilidad, la posible conveniencia, de un acuerdo de gobierno entre las fuerzas del PP y las del PSOE aquí en España, y la reacción de la gente de su propio partido fue áspera, molesta, poco menos que descalificatoria. Pues bien, desde mi mesa de trabajo, sin prejuicio alguno, con la mayor calma, me sentí más bien sorprendido. Se puede estar en desacuerdo, pensé, pero por qué de una manera apasionada, a primera vista intransigente. Lo que sucedía, claro está, es que Felipe, sin proponérselo, proyectó una imagen de hombre de otra época, como el recién fallecido Adolfo Suárez. Y, sin embargo, los funerales de Suárez, ocurridos en los días de mi llegada a Madrid (después de tantas llegadas anteriores), enviaron un mensaje desde algo que se podría llamar la “España profunda” y que iba en el sentido inequívoco de los acuerdos, de los consensos, del diálogo entre personas diferentes, entre adversarios, si quieren ustedes, pero nunca entre enemigos.
Después se produjo un hecho absurdo, de una desaforada barbarie. Una mujer política de carácter, de personalidad, de trayectoria conservadora coherente, interesante, fue asesinada por la espalda y rematada en el suelo, a pleno día, en un acto de venganza delirante. Hubo una especie de tregua, dos o tres días de estupefacción, de silencio, pero tengo la impresión de que la guerrilla de lenguaje se va a reanudar, la de algo que se podría definir como imperativo descalificatorio. Con mis nostalgias del consenso, de la transición, de la paz interna, me digo ahora que dos visitas importantes a Chile, en algún sentido educativas, fueron, precisamente, las de Felipe González y Adolfo Suárez. En esos días, a veces pensaba que España tenía la ventaja histórica, negra, trágica, de haber tocado fondo en su conflicto, y que nosotros, para bien y para mal, no habíamos llegado hasta esos terribles extremos.
Ahora tengo que darle otra vuelta al mismo tema. Un profesor alemán de filosofía del viejo Instituto Pedagógico de Santiago, escapado del nazismo, nos enseñaba que la capacidad de aprender de la experiencia histórica no era una virtud universal, igualmente repartida y difundida. Algunos países, y algunas personas, aprendían la lección sólo a medias, en forma insuficiente, y algunos eran simplemente incapaces de aprenderla. La cuestión, como se puede apreciar, es delicada, archidelicada. ¿Qué hemos aprendido, y qué aprenderemos en definitiva, y quiénes? Espero que la pregunta no pase a formar parte de la lista, larga y oscura, siempre inquietante, de las preguntas sin respuesta.
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