“En Francia hubo un voto obrero lepenista, ultranacionalista. No sólo es una depresión económica: es un problema de fondo, de sociedad, de cultura. No sabemos para dónde irán las cosas. Pero suenan todas las alarmas”.
Por Jorge Edwards
En las elecciones europeas del domingo pasado, los partidos antieuropeos, favorables al abandono del euro, representantes de un nacionalismo de derecha extrema, beligerante, infatigable, hicieron progresos importantes en el norte de Europa, en Inglaterra y en Francia. El Frente Nacional francés, encabezado en épocas pasadas por Jean-Marie Le Pen y en años recientes por su hija Marine, pasó a ser la primera formación política del país con un 25% de la votación total. Es un fenómeno inquietante para el porvenir de la Unión Europea; lo es, incluso, para el porvenir de la democracia. Todo era previsible y parece que todo, al mismo tiempo, ha sido imprevisto, sorprendente, desconcertante. Hay que recordar que los índices de participación en el voto fueron muy bajos, inferiores al 50% de los votantes. Pero las grandes preguntas y las grandes incertidumbres, de todos modos, quedaron planteadas. Los electores medios, demócratas, moderados, de centroizquierda o de centroderecha, se quedaron en sus lugares de fin de semana, mostrando una notoria indiferencia, mientras la extrema derecha en el norte de Europa y las formaciones de extrema izquierda en el sur avanzaban. El voto fue una advertencia, una señal de alarma, pero no sabemos si los partidos de mayoría, o que eran mayoría hasta ahora, van a ser capaces de hacer una autocrítica seria, de fondo, que los lleve a cambiar y a revitalizarse.
La historia política moderna, en Europa y en todas partes, está llena de grandes partidos que decaen lentamente y terminan por desaparecer. El partido central y esencial de mi juventud en Chile era el Radical, que mantiene todavía el nombre, pero que lucha como gato de espaldas por sobrevivir. Y la Democracia Cristiana, que supo ocupar el centro político que los radicales habían perdido, ahora se desdibuja, pierde identidad, aquello que en años pasados se llamaba “mística”. Aunque venía del mundo conservador, Eduardo Cruz-Coke tenía una “mística” de carácter socialcristiano. Los autores de caricaturas de la época, con buena intuición, lo dibujaban con una vela encima de la cabeza. La vela estaba medio derretida, pero todavía iluminaba, y los ojos, algo desorbitados, miraban a las alturas. A esa especie humana también pertenecían, con matices, con debilidades, muchos otros animadores del centro político de entonces. Ahora parece que la “muñeca”, la capacidad de maniobra, el conformismo disimulado, han terminado por imponerse en forma inapelable. Se acabó la famosa “mística” y hasta se acabó la poesía en la vida política. Si me apuran un poco, diría que también se acabó el lenguaje. Los políticos actuales tienen una oratoria mísera y mínima. Si leen un texto, probablemente escrito por sus ayudantes, lo leen a tropezones, como si no creyeran en lo que leen.
¿Cómo explicar todos estos fenómenos? Por aquí salen tantas explicaciones que uno las baraja, las examina por todos lados, y no sabe si creer alguna o descreer de todas o de casi todas. Salió un grupo que se llama “Podemos”, que sacó un millón doscientos mil votos, alrededor de 8% de los votos emitidos, y que parece confiar en pomadas antiguas como el chavismo o el castrismo. Claro está, cuando los europeos hablan de América Latina, y sobre todo cuando nos dan recetas, se permiten licencias que quizá no se permitirían en sus propios países. Pero hay que reflexionar sobre el descenso de los partidos tradicionales, sobre la abstención, sobre la proliferación de partidos y grupos inéditos, sobre la violencia callejera. Se perfila en el horizonte actual un punto de interrogación enorme.
Algunos me preguntan si estos desarrollos eran previsibles. No pretendo ser adivino ni profeta, y no creo que las embajadas proporcionen conocimientos superiores. Creo que más bien reducen los ángulos de visión. Me parece interesante, sin embargo, transmitir una opinión que conocí en la vida diplomática de París. Hace alrededor de un año me tocó presidir el Grulac de Francia, el grupo de embajadores de América Latina y el Caribe, entidad que se reúne con alguna frecuencia y tiende a participar en almuerzos y sobremesas más o menos civilizadas. Almorzamos con el entonces ministro del Interior francés y ahora primer ministro, Manuel Valls, y le preguntamos, entre otras cuestiones, por el Frente Nacional, que ya se perfilaba con claridad y que arrastraba algunas décadas de historia. Valls dijo que el Frente, bajo la conducción de Marine Le Pen, se estaba empeñando con habilidad, con astucia, en dejar de proyectar una imagen extremista y adoptar todas las apariencias de un partido político normal. Por ejemplo, el lenguaje de Marine descartaba los tonos racistas, antisemitas, antiafricanos, los ataques furibundos al “establishment”, que salpicaban los discursos de su padre.
Como se vio en la votación europea del domingo, la táctica de la señora Le Pen le dio excelentes resultados. Y el análisis del voto lleva a conclusiones francamente difíciles de explicar. Los candidatos frentistas obtuvieron altas votaciones en el antiguo “cinturón rojo” de París, que votaba en el pasado por el Partido Comunista. Es decir, hubo un voto obrero lepenista, ultranacionalista. Es una derivación extraña y sombría de la crisis europea. No sólo es una depresión económica: es un problema de fondo, de sociedad, de cultura. No sabemos para dónde irán las cosas. Pero suenan todas las alarmas: se encienden todas las luces rojas. Y todo sucede en la contradicción general. Sólo en el día de ayer entraron 500 inmigrantes africanos a España saltando las vallas de Melilla y burlando a la policía. Una primera plana muestra a un inmigrante hincado en suelo español y dando gracias al cielo. Hay tierras de promisión para algunos que son tierras de descontento, de desempleo, de maldición para otros. A todo esto, se habla poco del lejano Chile, y puede que sea para mejor.
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