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Definiciones lapidarias saltaban como chispas en una roca taladrada...‏


La belleza de pensar
por Jorge Edwards
Diario El Mercurio, Viernes 10 de Enero de 2014
http://blogs.lasegunda.com/redaccion/2014/01/10/la-belleza-de-pensar.asp
Me llega una edición cuidada, bien presentada, con el sello UV, a cargo de la Universidad de Valparaíso (entiendo que hay varias universidades en Valparaíso), de “La belleza de pensar”, colección de ensayos breves, comentarios, crónicas, de Eduardo Anguita. EnChile los libros tienen, salvo raras excepciones, una existencia menguada, amenazada, difícil. Se reparten becas a escritores sin que los niveles de exigencia sean siempre rigurosos, pero a los libros se los traga un enorme agujero negro. Los libreros de viejo hacen un trabajo importante de salvadores, de rescatadores. No son salvavidas, pero son salvalibros. Lo habitual es no encontrar a los clásicos chilenos en ninguna parte. Por eso, cuando se recopilan textos olvidados, cuando se sacan a la luz ensayos, crónicas, cartas, tengo una sensación de alivio.
Leo los ensayos sintéticos de Eduardo Anguita y tengo la impresión de volver a escuchar su voz inconfundible, atropellada, exaltada, maliciosa, incisiva. Una literatura es un conjunto de voces, de ritmos, de maneras de utilizar el lenguaje. Anguita, quizá, creía demasiado en los terminachos, en la jerga filosófica, pero tenía intuiciones, destellos, chispazos interesantes. Tenía, sobre todo, una voz personal, inconfundible. Sus prosas sueltas me traen a la memoria constelaciones de ideas, de personajes, de preocupaciones que flotaban en el aire del Chile de los años cincuenta. Se habla, por ejemplo, de la poesía de Humberto Díaz Casanueva; de las genialidades y uno que otro disparate del Chico Molina; de los ensayos de José Edwards, pariente lejano a quien nunca conocí, pero que Anguita empezaba a evocar, a citar, cada vez que nos encontrábamos en el centro de Santiago; del filósofo Olivares y de los poetas surrealistas Braulio Arenas y Teófilo Cid; de Vicente Huidobro y sus obras en prosa, editadas por un editor que se llamaba Julio Walton, en la década de los treinta. ¿Quién sería ese Julio Walton? ¿A qué otros autores editaría? Somos el país de la mala memoria, de la indiferencia,del no respeto literario.
Me han pedido ahora, en París, una charla sobre Gabriela Mistral, pero encuentro grandes dificultades para encontrar sus libros, a pesar de los muchos que se han publicado. En materia de bibliotecas, de libros chilenos esenciales, nuestras embajadas son paupérrimas. He tenido que comprar muchos, por los caminos y con los métodos más variados, y los dejaré en recuerdo de mi paso. A fin de que empiecen a volver de nuevo al agujero negro. Me encuentro, en “La belleza de pensar”, con un ensayo de Eduardo Anguita sobre “Materias”. Anguita, incisivo como siempre, indiferente a las idolatrías locales, sostiene que los poemas de la Mistral eran encorsetados, que su lenguaje, en un afán de separarse del castellano peninsular, se metía en callejones incómodos, se “convertía en un ejercicio de rebuscamientos y de tropezones”. Me parece que la observación es probablemente aplicable a una parte de la poesía mistraliana, pero no a toda. El comienzo de “Tala”, los versos inspirados por la muerte de su madre, tiene grandeza, misterio, sombra. Como los tienen los poemas mejores sobre el exilio interior, sobre la lejanía, sobre la pérdida del país físico: “País de la ausencia, lejano país…”.
Coincido plenamente con Anguita, en cualquier caso, en su opinión sobre la prosa de Gabriela. A veces era mejor en prosa que en poesía. A la distancia de los años, en lecturas y relecturas, esto salta a la vista. En poesía no conseguía diferenciarse, a menudo, de sus mayores del modernismo latinoamericano, de Amado Nervo, de Alfonsina Storni, de muchos otros. En las páginas de “Materias”, en cambio, Gabriela alcanzaba una originalidad, un estilo propio, una visión de la naturaleza mirada de cerca, asimilada, incorporada, sacralizada en su singularidad. Aunque parezca raro, siento ahora que se acercaba por ese camino, en forma no programada, no prevista, al Pablo Neruda de “Residencia en la tierra”. Podríamos hacer una lectura comparada, deslumbrante, enteramente nueva, de “Tres cantos materiales” y de “Materias”. Gabriela nos habla del cristal, del agua (tema de su amado San Francisco), de la piedra, de la ceniza. Es un proceso comparable al que Neruda llegó a llamar “absorción física del mundo”. “El cristal sin venas para sangre ni anudado de muñecas; el cristal unánime; el cristal que no engruesa ni soporta añadidura, suficiente como lo perfecto”, escribe Gabriela.
El tema me demuestra, una vez más, que nos sobran escritores, pero que necesitamos editores. En el sentido anglosajón de la palabra: gente que sepa entrar en una escritura desordenada y destacar su coherencia, su forma, su sentido. ¡Qué bonitas serían estas “Materias” mistralianas si un editor limpiara la maleza verbal y les diera un poco de dirección! La relectura de Anguita me lleva a conclusiones nuevas, a horizontes imprevistos. Me acuerdo de una conversación larga, en un atardecer de primavera, en el antiguo bar del Hotel City. Bebimos más de algún pisco sour doble y discutimos sobre la poesía de T. S. Eliot y de Pablo Neruda, de César Vallejo y de Nicanor Parra, de Enrique Lihn y Jorge Teillier. Las frases, las ocurrencias, las comparaciones arriesgadas, las definiciones lapidarias saltaban como chispas en una roca taladrada. Y no todo era literatura: salían a relucir personajes extravagantes, políticos absurdos, mujeres bonitas. ¡Qué centro de una ciudad desaparecida!, ¡qué tiempos idos!

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