por Edmundo Paz Soldán
Diario La Tercera
Domingo 21 de septiembre de 2014
Durante mucho tiempo creí
que el polaco Stanislaw Lem
era autor de un solo libro, Solaris.
Después descubrí
los libros de reseñas
de libros inexistentes,
un amigo me recomendó
los cuentos del piloto Pirx
publicados en Alianza,
cayó en mis manos
una brillante novela realista
como El hospital de la transfiguración,
conseguí en España Golem XIV y Máscara…
y terminé entendiendo por qué
Philip Dick alguna vez creyó
que el polaco Lem
no era una persona,
sino un comité inventado
por el partido comunista
(Dick llegó incluso a escribir
de sus sospechas al FBI).
Como Lem es inagotable,
esta semana me tocó descubrir
El congreso de futurología (1971),
novela que sirve de inspiración
a la película El congreso (2013),
del israelí Ari Folman
(autor de la intermitente Vals con Bashir).
En la novela, Ijon Tichy,
un personaje recurrente de Lem,
es invitado a un congreso de futurología
en Costa Rica, para hablar
sobre las grandes crisis
que asolan a la humanidad
(el hambre, el crecimiento demográfico, etc.).
Al rato, gracias a agentes psicotrópicos
en el agua que toma a su llegada,
Ijon comienza a sentir cambios en su cuerpo
que lo llevan a un estado de exagerada
alegría y «beatitud»:
«Todos mis reflejos analíticos
estaban sumergidos en un grueso jarabe,
envueltos en una mezcolanza de autosatisfacción,
goteando con la miel del optimismo más idiota».
El congreso de futurología
es una sátira gruesa:
la humanidad ha aprendido
a ocultar sus problemas
gracias a los avances químicos.
El ego ya no existe,
uno es lo que quiere ser gracias
a diferentes sustancias lisérgicas.
Lem profundiza
en la sombría pista de Aldous Huxley
y explora estos temas al mismo tiempo
que el pesadillesco Dick,
pero su tono es diferente, más bien farsesco:
los avances tecnológicos no nos servirán
para crear una vida más “auténtica”
sino para entregarnos a una fiesta psicotrópica
en la que perderemos la noción de lo que es real
-todo puede parecer una alucinación consensual-;
pero, ¿que tiene de malo eso si lo único
que buscamos es el placer inmediato?
Lem, burlón,
sugiere que viviremos
en una realidad alterada
y que nos encantará vivir en ese engaño.
La novela de Lem puede leerse
como una crítica al totalitarismo soviético.
Fulman la adapta
al momento actual
y dirige sus dardos
a la industria cinematográfica.
El congreso,
una película visionaria
y absolutamente recomendable
que en realidad es dos a la vez
-la primera parte es con actores,
la segunda es animada-
es la historia de Robin Wright,
una actriz que se encarna a sí misma
y a quien se le ofrece dejar el cine
a cambio de que un estudio
compre su identidad, la digitalice
y luego utilice su avatar
para cualquier proyecto que se le antoje.
El futuro soñado por Fulman
no está alejado de lo que podría ocurrir:
¿para qué preocuparse
de los problemas de los actores
-su narcisimo, su adicción a las drogas,
el hecho de que envejezcan-
si con una versión digital de ellos
esos conflictos podrían evitarse?
Durante los
primeros 50 minutos,
Fulman no sabe
si hacer un drama familiar
con la excelente Wright
o satirizar los excesos comerciales
y el culto a la juventud
de la industria cinematográfica.
Luego comienza
la parte animada
y el director israelí
logra transmitir
de forma deslumbrante
el sentido de la maravilla
de la mejor ciencia ficción:
el ingreso de Wright
a la “zona animada”,
al Congreso Futurista,
es dibujado
como un mal viaje en ácido,
con momentos finales sublimes
y una posibilidad de redención
en medio de un mundo fantasmágorico,
siempre y cuando se entienda por redención
esa terrible verdad de Lem:
no hay más acceso a la “realidad”
sino sólo la posibilidad de reinventarla.
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